El enfoque de América Latina hacia la Novena Cumbre de las Américas ha sido un fracaso diplomático épico.
Los líderes de la región podrían haber negociado una agenda ambiciosa y haberse asegurado de que el Air Force One aterrizara en Los Ángeles con audaces propuestas estadounidenses para apoyar la recuperación económica. En cambio, las figuras más influyentes de la región -incluidos los presidentes de México y Argentina- desperdiciaron la oportunidad, gastando su capital político en una extraña campaña para la inclusión de las dictaduras represivas de Cuba, Nicaragua y Venezuela.
La Cumbre de las Américas es una rara plataforma para promover la cooperación hemisférica en una época de fragmentación regional. Los desajustes ideológicos y las respuestas unilaterales a los desafíos económicos y de salud pública de la pandemia han erosionado los lazos entre los gobiernos latinoamericanos.
La reunión es también una rara oportunidad para debatir la política de Estados Unidos en América Latina directamente con el presidente estadounidense. Los latinoamericanos suelen criticar la falta de atención de Estados Unidos a la región, y tienen razón. El expresidente Donald Trump viajó a la región sólo una vez durante su presidencia, para una cumbre del G20 en Buenos Aires. El presidente Joe Biden no ha visitado la región desde su investidura. Por eso es tan desconcertante ver a los jefes de Estado latinoamericanos dispuestos a saltarse la cumbre de Los Ángeles y perder la oportunidad de moldear el pensamiento del actor político más influyente del mundo.
Hay un escepticismo comprensible respecto a la agenda de la cumbre. Los gobiernos latinoamericanos no tienen una visión clara para la región o para sus relaciones con Estados Unidos. Por su parte, Estados Unidos no se ha mostrado dispuesto a dedicar recursos significativos para atender las numerosas necesidades de la región, incluidas las de infraestructuras, ni a diseñar una agenda comercial.
Es comprensible que a los líderes latinoamericanos no les interese volar a California sólo para que les den lecciones sobre los inconvenientes de la inversión china, los horrores de la invasión rusa de Ucrania y los fallos democráticos de la región.
Dicho esto, Estados Unidos es la mayor economía del mundo y una fuente de inversión potencialmente transformadora para América Latina. Sería temerario despreciar sus esfuerzos por volver a comprometerse con América Latina. La frialdad de tantos líderes es particularmente incomprensible dado el historial de Biden. Aunque ha dedicado una atención inadecuada al hemisferio durante su presidencia, tiene un largo historial de construcción de relaciones en América Latina y de promoción de objetivos compartidos, incluyendo el desarrollo económico y los derechos humanos.
A pesar del escepticismo generalizado sobre la cumbre, Biden ha presentado ideas prometedoras, como el compromiso de apoyar el friend shoring (la producción en países amigos). Esto puede parecer poca cosa, dada la magnitud de los problemas de la región, pero en realidad es un cambio estratégico significativo. Las interrupciones en la cadena de suministro debidas a la pandemia y a las sanciones contra Rusia han llevado a las empresas multinacionales a reconsiderar un modelo que da prioridad a los bajos costes y resta importancia a la geografía y a valores como la democracia y la sostenibilidad medioambiental.
Esta reimaginación de la globalización podría canalizar inversiones masivas hacia América Latina, en particular México y América Central, y Estados Unidos parece estar dispuesto a acelerar ese proceso.
Los líderes latinoamericanos deberían presentarse en Los Ángeles con ideas originales y grandes expectativas para los anfitriones de la cumbre. Lo contrario sólo contribuiría al fracaso de la cumbre, en detrimento de todos los países del hemisferio.