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CLAUDIO PENSO

La peste comenzó el 27 de enero de 1871. Ese día se diagnosticaron tres casos de fiebre amarilla. Algunos médicos denunciaron el brote ante las autoridades, pero negaron la epidemia. Muy pronto los cadáveres llegaban en procesión. En pocos días murieron en Buenos Aires casi 15 mil personas. La ciudad quedó vacía y el éxodo cubrió las calles de pánico.

La peste había comenzado en los conventillos del sur y brotó en San Telmo. Donde, al mismo tiempo, se celebraba un aquelarre de candombes, mascaradas y bailes. Hasta el diario La República desestimó que se tratase de fiebre amarilla.

El nombre del mal no se pronunciaba. Finalmente, el 2 de marzo, cuando los carnavales habían pasado, un comunicado prohibía los bailes. Los vivos huían de los muertos en caravanas hacia el norte.

Al igual que en esta página de la historia, no sólo los países, también las empresas son proclives a construir microclimas de negación. Lo hacen cuando están frente a una realidad que los perturba, en ocasiones es un mecanismo de defensa. Hace años conocí a un grupo de médicos y psicólogos que trabajaban en tanatología. Preparaban a los pacientes y a sus familias en el tránsito de vivir con dignidad el último tramo de sus vidas, transitar lo inminente, compartir la angustia. Lo curioso era que muchos pacientes necesitaban hablar y compartir sus sentimientos, sin embargo muchos familiares actuaban con negación, evitando ese espacio de sinceridad e intimidad.

Cuando hay negación, las personas viven una realidad que desconocen e incluso alteran hasta el absurdo. Se construyen cadenas de mentiras que convalidan colectivamente la ausencia de problemas. La sola mención está tácitamente prohibida.

En las organizaciones negaholicas, adictas a la negación, los líderes actúan como verdaderos especialistas de la mentira. Los portadores de malas noticias son combatidos y se preserva la realidad ficticia, el contexto paralelo. Esto provoca un desgaste enorme y una suerte de comportamiento alienado.

Es interesante el mecanismo de complicidad que se enhebra en las empresas que viven en la negación. Evitan trabajar sobre sus problemas estructurales. Sólo reaccionan ante las consecuencias y suelen convertirse en verdugos expertos de sus ocasionales víctimas, en quienes recae toda la culpa.

Al acusar sólo un dedo señala hacia afuera y tres hacia adentro.

Hay un momento, en el que los que conviven en un microclima de negación bajan los brazos, se rinden. Las personas no eligen emigrar y entonces participan de un éxodo aún más duro que la huida: Su ausencia. Están con el cuerpo pero sin el alma.

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