Con su impresionante belleza, doña Olga de Juambelz y Horcasitas, fundadora de Siglo Nuevo, puso en mis manos un viejo libro intitulado "24 horas de la vida de una mujer", una novela escrita en 1916 por el también poeta Stefan Zweig, un austriaco hijo de padres hebreos nacido en Viena en 1881.
-Haga un extracto y me lo entrega para publicarlo en "El Siglo Nuevo". Le doy tres días: uno para que lo lea y los otros dos para que lo comprenda. -¡Ah caray!, repuse y enmudecí un tanto nervioso y confundido. Tomé con delicadeza el libro; su portada y algunas hojas de tono amarillento se hallaban sueltas y muy deterioradas -y lo están todavía; así lo tengo otra vez en mis manos, lo guardo como un tesoro- No lo abrí en ese momento pues no conseguía asimilar una encomienda de tan altos vuelos literarios. -Yo solo puedo redactar -y muy mal por cierto- la nota policíaca, las corresponsalías y los boletines que envía la presidencia municipal, argumenté en defensa propia. -Nada nada, lo escribe y punto.
En aquel memorable encuentro en su oficina adornada con sobria elegancia, mis escasas luces no permitieron que entendiera y valorara la propuesta; literalmente huí y me refugié en el escritorio de la sala de redacción.
No me buscó ese día pero sí el otro: -¿Cómo vamos? urge la sinopsis. No lo olvide y solícita explicó: -La historia trata de una anciana señora que revela una antigua pasión generada por un muchacho joven a quien salvó del suicidio por deudas de juego. Fue una mujer otoñal que se enredó en un extraño idilio, pero ya no le sigo y colgó el intercomunicador.
Sufrí de veras con el texto y hasta ahora no sé cómo resumí una historia tan apasionante y singular. A mi compañero Claudio Martínez Silva no le gustó el resumen -no le entendí fueron sus palabras textuales- pero doña Olga sí y lo publicó en el suplemento cultural fundado por ella.
Pero la dura piedra cerebral no se abría ni comprendía; se conformaba por ser una más del promontorio reporteril cuyos únicos afanes consistían en ganar la nota del día y redactarla en la mejor forma posible y entendible. Su publicación puntual era su mejor recompensa.
Las palabras de la Gran Señora -así la recuerdan sus asistentes y colaboradores- me alentaron y motivaron, no en esos tiempos inmediatos, sino varios años después cuando la semilla sembrada por ella por fin comenzó a germinar y a superar las reticencias de un simple mecanógrafo metido a reportero.
Ella no dudó; dueña de una aguda percepción periodística y literaria, supo que yo podría dar el gran paso. No lo he dado aún -estoy empantanado en la difícil encrucijada que repetidamente subraya el poeta y escritor lagunero Pablo Arredondo y seguramente ya no avanzaré más-, pero ahora lo sé, lo confirmo y lo presumo:
Los cuentos que mal escribo doña Olga los inspiró. A unos les gustan y a otros no, pero uno de ellos obtuvo el primer lugar en el 7º. Concurso Nacional Literario "El Viejo y la mar" convocado por la secretaría de Marina Armada de México y otro más fue tomado en consideración por el Consejo Nacional de Arte y Cultura para la confección de un libro de relatos infantiles, proyecto que fracasó por recortes en el presupuesto asignado a la cultura.
No alardeo, pero la Jefa -así le llamábamos por su cercanía afectiva hacia los trabajadores- me dio pie para hollar terrenos literarios impropios para los no preparados académica y vocacionalmente en esos menesteres. Su interés no fue en vano y aquí estoy atrapado por su influjo.
Su presencia constante en El Siglo de Torreón nos maravillaba y atraía. Fue gentil sin cortapisas y atendía personalmente a los empleados en problemas. Al mismo tiempo procuraba elevar experiencias y conocimientos del personal siglero y de pronto aparecía en el segundo piso de la sala de redacción con Miguel Ángel Granados Chapa a su lado y nos dejaba con los ojos bien abiertos por lo insólito de la visita. El destacado escritor y periodista, famoso por sus publicaciones en la revista "Proceso", la seguía dócilmente entre los escritorios y nos saludaba afablemente.
Esa fue una de las tantas oportunidades que nos brindó doña Olga para conocer en persona a las grandes figuras del periodismo nacional y a escritores de la talla de Elena Poniatowska por ejemplo. Fui, sin duda, un privilegiado y aunque han pasado varios años desde nuestro último encuentro, su partida remueve sentimientos y atrae recuerdos que no se borran.
El libro que me obsequió -la llevada y traída sinopsis sólo fue un pretexto para que yo me pusiera a leer- despertó mi propensión por la lectura. Aún lo conservo porque no sólo cumplió con ese anhelo. Se trata, además, de una auténtica reliquia literaria impresa en los talleres gráficos de la editorial Tor el primero de junio de 1939 y de la cual doña Olga se desprendió generosamente para estimular supuestas aptitudes recónditas.
También conservo a la vista, en una colección de gráficas del lejano y cercano pasado pegadas en una especie de mural gráfico, la fotografía donde aparecen radiantes Olga de Juambelz y Horcasitas y el licenciado Antonio Irazoqui y de Juambelz, y en medio el que esto escribe con un reconocimiento que ambos me entregaron por mis quien sabe cuántos años de servicio en la Compañía Editorial de la Laguna. Apabullante, doña Olga no tenía parangón en belleza y elegancia y la foto lo corrobora.
Vino la jubilación y me perdí de su cercanía. Afortunadamente Mo Irazoqui me rescató del ostracismo y la vi de nuevo en la fiesta de presentación del libro "De lo que El Siglo informó- Nau Yaca de El Siglo de Torreón" editado por Mo en homenaje a su señor padre y aproveché la ocasión para darle un abrazo -o más bien ella me lo dio con enorme placer- y agradecerle su respaldo y comprensión y sobre todo por su apego a la idea de transformarme en un escritor.
Por eso y aunque tardíamente comencé a frecuentar talleres de literatura, escritura y redacción, cuento y poesía para adquirir conocimientos que tal vez la satisfagan y me diga: -¿Ya ves que si se puede? Y síguele porque todavía te falta mucho. Me imagino que eso agregaría. Yo por mi parte le respondería: -Chango viejo no aprende maroma nueva.
Junto con Jesús Máximo Moreno Mejía, mi compañero de trabajo y del mismo modo jubilado por cuestiones de edad progresiva, seguimos el caminar de doña Olga por los círculos literarios locales y nos dio gran gusto saber que en el centro de convenciones "Posada del Río" de Gómez Palacio, Durango, sería la ceremonia de presentación de su libro "Más allá de una mirada". Acudimos puntuales con el propósito de saludarla y conocer su obra pero no acudió por impedimentos de última hora y aquello perdió solemnidad.
Nos sentimos frustrados y tristes, a los presentadores no les pusimos la atención debida y mucho menos cuando el alcalde en turno no pudo pronunciar correctamente el apellido Juambelz y tampoco el otro presentador de casa, de la propia casa siglera para ser precisos. Se les trababa la lengua, del primero lo entendí, del segundo se me hizo raro su mala pronunciación. Las pifias nos desalentaron y abandonamos el salón antes de que concluyera el acto.
Ahora, ante la ausencia física mas no espiritual de doña Olga, su oficina permanece intocada y venerada por quienes la trataron día a día tanto a nivel profesional como en el personal. -Una mujer extraordinaria me dijo muy afligida Isabel, una de sus cumplidas asistentes- como viejo que soy al que rodean sólo libros, fotografías y un Don Quijote descansando en el suelo con un libro abierto leyendo sus quimeras y aventuras. Vuelvo a leer a Stefan Zweig y compruebo con azoro que doña Olga si me enseñó a escribir, a pergeñar más bien, la sinopsis que me pidió en aquellos gratos, inolvidables ayeres. El libro que me regaló, no lo leo por largo tiempo, pues se está desmoronando de viejo (Sin alusión al que esto escribe).
Gómez Palacio, Durango, octubre de 2016.