En las elecciones presidenciales del pasado octubre, el pueblo brasileño decidió sobre propuestas ideológicas y políticas opuestas.
De un lado, el exmandatario Luiz Inácio Lula da Silva prometía recuperar los elementos centrales de sus mandatos anteriores (2003-2006 y 2007-2010) como el combate al hambre, la defensa de los derechos de minorías y el crecimiento económico basado en el desarrollo sustentable.
De otro lado, el presidente en funciones Jair Bolsonaro proponía seguir defendiendo pautas morales conservadoras, una agenda neoliberal respecto a la economía y un modelo de desarrollo de alto impacto sobre el medio ambiente.
Sin embargo, la victoria de Lula no significó el triunfo completo de sus ideas y proyectos de gobierno. El resultado de la segunda vuelta -50.90% para Lula y 49.10% para Bolsonaro- refleja un país dividido. Desde entonces, bolsonaristas radicales han ocupado carreteras, incendiado vehículos y formando campamentos frente a cuarteles de las fuerzas armadas pidiendo intervención militar.
En la capital federal, Brasilia, actos de vandalismo evolucionaron en actos terroristas que incluyeron una bomba en el aeropuerto prevista para explotar en la Nochebuena pero que, por suerte, no estalló. La reacción de los militares ha sido de silencioso apoyo a los sublevados.
El escenario de radicalización y de violencia política no es el único reto de Lula. A diferencia de 2003, la economía brasileña presenta bajos niveles de crecimiento y fuerte desindustrialización en un ambiente internacional pospandémico donde la demanda por las 'commodities' (mercancías) brasileñas ha sensiblemente disminuido.
El número de brasileños y brasileñas sobreviviendo por debajo de la línea de pobreza en 2022 ultrapasó 62 millones de personas, cifra que representa 38% de la población nacional.
Reconstrucción será la palabra de orden para la cancillería, pues se espera que ejes tradicionales de la política exterior brasileña -como la defensa de los derechos humanos, la integración regional y el combate al cambio climático- vuelvan a orientar la práctica diplomática tras los años de adhesión al nacionalismo ais- lacionista y "antiglobalista" del gobierno Bolsonaro.
Las expectativas que pesan sobre el tercer mandato de Lula son grandes. Para cumplir el lema de su campaña "para el Brasil volver a sonreír", tendrá que contemplar demandas reprimidas de movimientos sociales, del sector artístico y cultural, las élites económicas urbanas y rurales, los científicos y docentes castigados por los recortes presupuestales, de las masas empobrecidas dependientes de los programas de transferencia de ingresos, de las minorías atacadas en sus derechos, entre otras. En el Congreso Nacional, con más de 20 partidos políticos, la formación de mayoría seguirá un juego complejo que exigirá de Lula mucha negociación y concesiones.
La fortuna a nivel doméstico e internacional sonrió a Lula cuando gobernó el país por primera vez. Ahora, ante tanta expectativa, demasiada radicalización política, debilidad económica e insubordinación militar, la conocida habilidad política de Lula será puesta a prueba como nunca.