La racionalidad de los actores que toman decisiones importantes es frecuentemente asumida como un hecho. No obstante, esto ha sido fuertemente cuestionado desde distintas disciplinas. Pero particularmente, cuando de armas nucleares se trata, y, sobre todo, cuando se emplean modelos que asumen a priori esta racionalidad para predecir comportamientos, es importante reexaminar el tema.
Primero, la suposición básica es que las personas que toman decisiones son actores racionales, quienes eligen a partir de un cálculo que evalúa los riesgos, costos y beneficios, y que selecciona las mejores alternativas y medios disponibles de acuerdo con sus fines. Esto es trasladado desde el campo de la microeconomía hacia muchos otros, como por ejemplo el de las relaciones internacionales, y en concreto, el de la disuasión nuclear.
Consideremos un texto de Krepinevich (Foreign Affairs, 2022) que explica cómo es que la situación de un contexto bipolar con armas nucleares era "altamente estable", pero que eso tiene que ser cuestionado en un nuevo entorno dada la decisión de China de incrementar su arsenal nuclear de manera considerable. Para sostener su argumento, el autor emplea argumentaciones del premio Nobel Tomas Schelling, señalando que, en determinadas circunstancias, iniciar una guerra nuclear podría entenderse como un "acto racional". En este tipo de explicaciones, los actores están continuamente sopesando sus riesgos, sus beneficios y sus opciones, y eligen la opción que mejor se adapta a sus metas. En este caso: lanzar un ataque nuclear devastador antes que una potencia enemiga resulta una decisión racional para evitar que sea el contrario quien lo haga y no nos permita responder.
Esto puede o puede no ser cierto. El problema, sin embargo, consiste en que esa serie de cálculos parten de la racionalidad como base del comportamiento. Hay incluso quienes explican que tal vez las personas a veces podemos comportarnos como actores no racionales, pero que los estados, como actores que van más allá de las personas, sí tienden a ser racionales. Puede ser que así suceda en muchos casos, salvo que, en determinados países, la concentración de poder en manos de una sola persona es tal, que evaluar el comportamiento individual de ese líder, resulta inescapable.
Hace tiempo que la visión tradicional al respecto de la racionalidad ha sido cuestionada. McFadden (2013) explica que existe evidencia procedente de diversas disciplinas como la psicología cognitiva, la antropología, la biología evolucionaria y la neurología que reta las suposiciones básicas acerca de la toma racional de decisiones por parte de los seres humanos.
O bien, tenemos el trabajo de Thaler, quien, desde la economía del comportamiento, nos habla acerca de cómo a veces tomamos decisiones no racionales debido a diversos factores. Por ejemplo, no siempre somos capaces de aceptar los costos caídos y decidimos correr riesgos adicionales de manera irracional, o nos guiamos por recompensas inmediatas incluso cuando nuestro cálculo racional indica que el costo de obtener esa recompensa inmediata en el largo plazo será superior a la pequeña ganancia que obtendremos en el corto plazo. Otras veces, nuestra mente está fatigada, frustrada, o simplemente es ineficiente para examinar de manera seria las opciones con las que cuenta.
Entiendo muy bien el argumento de la disuasión nuclear. La historia -hasta ahora- lo respalda. No obstante, un modelo de estabilidad que descansa en decisiones racionales de los frágiles, vulnerables e irracionales seres humanos que somos, al final del camino, pende de un hilo. Se requiere revivir un modelo alternativo basado en una arquitectura sistémica mucho más sólida.
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