Uno de los problemas más complicados de todo orden político es la transmisión pacífica del poder. Las monarquías europeas lo resuelven heredándolo al hijo mayor, aunque incurren en un riesgo: que sea un inútil. Para mitigarlo una solución es heredarle el poder a quien el padre considere sea su hijo más competente, como sucede en Arabia Saudita. Las democracias lo han resuelto con elecciones periódicas y, en los sistemas presidenciales, con algún límite a la reelección para propiciar la rotación del poder.
Cualquier ciudadano puede participar en el proceso electoral, pero los dados suelen estar cargados. Casos como el de Obama en la elección primaria demócrata del 2008, cuando derrotó a Hillary Clinton, son poco comunes. En el 2009 Estados Unidos llevaba 20 años gobernado por los linajes Bush o Clinton.
En México, desde el triunfo de Plutarco Elías Calles, todos los ganadores ocuparon previamente un alto cargo en el gobierno federal, fueron gobernadores o encabezaron su partido. Desde el 2000 han ganado dos gobernadores que hicieron su precampaña como tales. Sólo un miembro del gabinete del gobierno en turno lo ha logrado, Felipe Calderón, quien renunció a su cargo como secretario de Energía el 31 de mayo del 2004, mucho antes de la elección, lo que fue algo inusual. AMLO fue presidente de Morena hasta el 12 de diciembre del 2017. El peor desempeño electoral de López Obrador fue en el 2012, cuando no ostentaba cargo antes del proceso.
Este es uno de los grandes retos de la oposición: lo ideal para buscar el poder máximo es partir de tener poder. Da recursos y visibilidad. Ninguno de sus gobernadores está posicionado. Tampoco los presidentes de sus partidos. Hay algunas de sus senadoras con visibilidad, y muchos "ex algo". Para la oposición es indispensable un proceso de selección de candidatos lo más democrático posible. Idealmente una primaria, ya que una elección permite saber qué desea el electorado, así como descartar a quienes tengan algún cadáver en el clóset.
Morena trae ventaja. Sus aspirantes están en el poder y el proceso lo orquesta el más hábil comunicador de la política mexicana contemporánea. En un gabinete de 19 personas, sólo dos están en la lista de posibles candidatos. En el mundo priista, desde el destape de Ávila Camacho, todos los ganadores provenían del gabinete y tuvieron varios adversarios de peso, por más flaca que estuviera la caballada. Nunca ha llegado a la Presidencia quien era jefe de Gobierno de la CDMX antes de la elección o secretario de Relaciones Exteriores. El último secretario de Gobernación que ganó la Presidencia fue Luis Echeverría en 1970. Desde entonces uno ha sido candidato, Francisco Labastida en el 2000.
El Presidente conduce el destape, pero ahora se debe ganar la elección. Ello requiere posicionar a los candidatos ante la opinión pública. La mejor plataforma es la mañanera. Un riesgo de esto: quien gana popularidad puede tener la tentación de capitalizar su reconocimiento de nombre por su lado si Morena no lo selecciona como candidato, como lo hizo hace diez días Ricardo Mejía, entonces subsecretario federal de Seguridad y Protección Ciudadana y hoy candidato del PT al gobierno de Coahuila. Además, dado el arranque prematuro del proceso de sucesión, las llamadas corcholatas están muy expuestas a la crítica, incluido el fuego amigo.
En este contexto, el gobierno ha optado por intentar cambiar de forma unilateral las reglas del juego para tener un margen de maniobra aún mayor. Desconocemos el futuro del llamado Plan B en el Poder Judicial. Mientras se definen las reglas, el entorno para la oposición es todavía más incierto y complicado. Si no es capaz de seleccionar a un candidato o candidata con gran arrastre, le será muy difícil derrotar a Morena en el 2024.
ÁTICO
Lo ideal para buscar el poder máximo es partir de tener poder. El entorno para la oposición es incierto y complicado.