De vez en cuando aparece un espectro en la casona del Potrero de Ábrego.
Es el de un hombre entrado en años ya, canoso, cargado de espaldas y de lento caminar. Recorre uno por uno los aposentos de la casa; se detiene antes los retratos de sus antepasados y los observa como si le doliera la contemplación. Acaricia la madera de los antiguas muebles: la cama donde el amor de sus padres le dio vida; el ropero de la madre de su esposa; el baúl de su abuela, oloroso aún a membrillo y a perón, aromáticos frutos que se ponían entre las ropas para perfumarlas.
Luego el espectro se encamina al ventanal del fondo y pone la vista en las alturas. Ahí mira las estrellas de Orión, que conoce desde niño, y ve el camino de Santiago, donde tiene memorias de pasados tiempos. Después se pone ante la estampa de Nuestra Señora de la Luz y ahí permanece largo tiempo.
Cuando el primer lampo del día aparece sobre los picos de Las Ánimas el espectro desaparece en la alcoba del fondo.
Los fantasmas que habitan en la casa dicen que ese espectro soy yo.
¡Hasta mañana!...