Ahora que lo pienso, la casa de mis padres era pobre.
Mi papá era empleado de oficina; mi madre ama de casa. Vivíamos en una vivienda de alquiler, y no teníamos coche. Mi hermano y yo debimos dejar el colegio de paga en que estudiábamos cuando llegaron los otros hijos, e ir a una escuela pública. Jamás comíamos en restorán, y nuestro regalo de cumpleaños era ir a la nevería Nakasima y disfrutar -el cumpleañero solamente- un platillo llamado "Paricutín": nieve en forma de volcán coronado por un cubito de azúcar mojado en alcohol al que se prendía fuego y se llevaba a la mesa del afortunado ante la admiración -y envidia- del resto de los comensales.
Diré una cosa, sin embargo: en mi casa había libros. Con sacrificios mi padre nos compró, entre otros, los cuatro tomos de "El libro de oro de los niños", y luego los 20 de "El tesoro de la juventud", en la edición de W.M. Jackson, Eso fue como darnos el mundo en 24 tomos.
Jamás tuve, como mis amiguitos, patines o bicicleta, o un trenecito Lionel, pero leí aquellos libros y supe lo que era el Taj Mahal, y conocí el Empire State, y gocé las aventuras de don Quijote, y del barón de Munchausen, y de Gulliver, y Rip van Winkle y Tartarín y Robinson Crusoe.
Ahora que lo pienso, la casa de mis padres era rica.
¡Hasta mañana!...