En la alta noche, cuando nadie los escucha, los muebles de la casona de Ábrego se cuentan unos a otros sus recuerdos. La única que no habla -y me lo explico- es la cama de los abuelos. Ella tiene la misma discreción que ellos tuvieron.
Los más parladores son la mesa del comedor y el sillón grande de la sala. Dicen, por ejemplo, de las bacanales que hacía con sus amigos, y con mujeres de trueno venidas de otras partes, el coronel Santiago de Ábrego, uno de los primeros dueños de la hacienda. Duraban cinco o seis días con sus noches esas francachelas, escándalo en las buenas gentes del lugar, pues los criados traen y llevan todo. Cuando el coronel se iba del rancho venía el padre cura a rociar con agua de San Ignacio, buena para espantar demonios, los aposentos de la casa.
¡Cuántas historias hay en ella! Los muebles las conocen, porque han visto pasar generaciones. ¿Qué contarán de mí cuando me vaya? Espero que sean benévolos conmigo, pues yo los he cuidado, y escribo acerca de ellos cosas buenas. Les temo, sin embargo, a la mesa del comedor y al sillón grande de la sala.
¡Hasta mañana!...