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COLUMNA

No hay tal lugar

JUAN VILLORO

ÁTICO

La falta de basureros en las calles me sugiere una hipótesis: no somos tan cochinos, tenemos pocas oportunidades de portarnos bien.

Un amigo argentino descubrió la dificultad de comer un plátano en la Ciudad de México. El acto ocurrió en la calle y no encontró dónde tirar la cáscara. Mi amigo nació en Rosario, estudió en Gotinga, Alemania, y actualmente vive en Madrid. Todas esas ciudades tienen basureros. Como se trata de una persona responsable, no abandonó la cáscara en la acera para que alguien se resbalara, sino que la llevó en su bolsillo el día entero. Mientras no lave su ropa, recordará que estuvo en un país donde las bananas comprometen.

Un amigo argentino descubrió la dificultad de comer un plátano en la Ciudad de México. El acto ocurrió en la calle y no encontró dónde tirar la cáscara. Mi amigo nació en Rosario, estudió en Gotinga, Alemania, y actualmente vive en Madrid. Todas esas ciudades tienen basureros. Como se trata de una persona responsable, no abandonó la cáscara en la acera para que alguien se resbalara, sino que la llevó en su bolsillo el día entero. Mientras no lave su ropa, recordará que estuvo en un país donde las bananas comprometen.

"¿Por qué en México no hay papeleras?", me preguntó. Llevo años dándole vueltas a este asunto. En una ocasión tuve oportunidad de consultar a quienes saben del tema. Varios barrenderos se habían congregado en la esquina donde se detiene el camión de la basura. Ellos recogen en sus carritos los desechos que se tiran por todas partes y son víctimas del problema. En otro tiempo había depósitos de basura, pero por alguna razón insondable los quitaron. ¿Cómo se explicaban esto? La respuesta me dejó estupefacto: "Es que si ponen basureros, la gente tira más basura". Una lógica fantasiosa lleva a pensar que los desperdicios se generan por tener un sitio dónde echarlos.

Poco después hablé con una amiga, hija de un importante político que en apariencia sabe del tema: "No ponen basureros porque la gente se los roba", me dijo ella. Supongo que esto se podría solucionar, no necesariamente con un miembro de la Guardia Nacional apostado junto a cada bote, sino con depósitos de plástico incómodos de transportar y de nulo valor comercial.

Otras ciudades tienen un trato muy diferente con la basura. Un amigo se fue a vivir a Seattle y cuando le pregunté cómo le iba, se quejó con su habitual sarcasmo: "¡Sólo me dedico a clasificar basura!". Me habló de los seis o siete tipos de recipientes que reciben distintas inmundicias y de la dificultad para discernir entre ciertos desperdicios y otros. Es difícil saber si la obsesión sanitaria de Seattle es tan exagerada; en todo caso, ha estimulado la neurosis de mi amigo.

En París los basureros son tan importantes que tienen nombre de autor. La "poubelle agréée" se llama así por Eugène Poubelle, prefecto del Sena que en 1884 introdujo el uso de containers "aprobados" para desahogar escorias y aliviar las narices parisinas.

Me atrevo a proponer una hipótesis sobre nuestra higiene ciudadana. No somos tan cochinos como se supone. El problema es que tenemos pocas oportunidades de portarnos bien. Pongo un ejemplo que viene de una detallada observación de campo. Vivo en un barrio que es un santuario de los elotes. Estoy a tres cuadras, en cualquier dirección, de un tambo que despide el fragante vapor del maíz. Ahí se compran esquites en vaso de plástico o elotes enteros, sostenidos por un palito. Aquí viene una muy extraña demostración de civismo: no hay palitos tirados en las calles. La gente se deshace del resto de la mazorca, pero se queda con el palito, tal vez para morderlo o porque no quiere ensuciar de más. En cambio, los que comen esquites no pueden andar por todas partes con un vaso vacío y lo dejan donde pueden.

Esto ha llevado a una solución que acaso pertenezca al arte contemporáneo, pues tiene que ver con la reordenación creativa de la materia. Los postes de luz disponen de un hueco en la base que se presta para retacar basura y las cabinas telefónicas que todavía subsisten reciben toda clase de envases; la forma en que se ordenan y sostienen con precario equilibrio revela un ingenioso sentido del orden. Esto denota que los transeúntes quieren tirar basura en un sitio apropiado, que por desgracia no existe.

El alcalde que nos toca en desgracia suele rentar las plazas para que diversas compañías coloquen anuncios. De pronto, una inmensa lata de refresco aparece junto al tradicional kiosco. La única forma de que esta privatización del espacio público se volviera tolerable sería que contribuyera a la comunidad de modo útil. La lata de refresco nos parecería mejor si también sirviera de basurero.

Hace algunos años, la limpieza urbana era promovida con el eslogan: "Ponga la basura en su lugar". Por desgracia, ese sitio se ha vuelto ilocalizable, lo cual permite recordar que Alfonso Reyes propuso que la palabra "utopía" se tradujera como "no hay tal lugar".

Llegamos a la virtud por el error: la suciedad urbana revela que somos utopistas.

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