ÁTICO
En el conflicto en Medio Oriente, como ante la violencia en México, las soluciones simples llevan a resultados desastrosos.
Ante el horror de los actos terroristas de Hamas, la respuesta de AMLO fue la usual: buscar la paz; atender las causas profundas del problema. Su postura no difiere mucho de los "abrazos, no balazos".
La principal responsabilidad del Estado frente a los ciudadanos a los que les impone las leyes y les cobra impuestos es proteger su vida. La pregunta es cuál es la mejor estrategia para lograrlo. Lo que tiene sentido en el corto plazo, puede ser más costoso después. Un gobierno debe intentar resolver las causas de la violencia, pero esa búsqueda no justifica no reaccionar con la fuerza del Estado ante la agresión de grupos criminales cuyo objetivo es asesinar civiles.
Hablar únicamente de causas remotas y abstractas del conflicto de esa región es desentenderse de las implicaciones morales de crímenes como los de Hamas, grupo que pudo haber hecho una operación militar exitosa sin asesinar a mansalva a civiles, incluidos bebés y jóvenes celebrando una fiesta. Sugerir cualquier solución al problema sin considerar qué tipo de organización es Hamas significa olvidar que este grupo busca destruir al Estado de Israel y establecer en su lugar un Estado Islámico.
Culpar hoy de la violencia actual al gobierno de Felipe Calderón o a causas profundas, como la pobreza o la exclusión social, termina siendo una justificación para no actuar. Es esencial abordar las causas, algo que tampoco se está haciendo, ya que, a pesar de la popularidad de los programas sociales de AMLO, éstos no han conseguido extirpar las raíces de la exclusión social, pero el Estado debe poder imponerse frente a los grupos criminales que secuestran y matan.
El agravio de los palestinos desplazados por la creación del Estado de Israel no puede ser resuelto únicamente por la vía de la fuerza. El gobierno encabezado por Netanyahu creyó que ya lo había logrado y que no se necesitaba negociar más con los palestinos.
La polarización política impulsada por el gobierno de Netanyahu, obsesionado con debilitar al Poder Judicial, en coalición con políticos fundamentalistas interesados en colonizar Cisjordania, dividió al país y ayudó a abrirle la puerta a Hamas. Con la polarización, llegaron la ineficacia y la corrupción, la obsesión por concentrar más poder, la agresión constante a los palestinos y la renuncia a la responsabilidad de gobernar para todos los israelíes. Esto terminó debilitando a la estructura estatal israelí. Así suelen ser los gobiernos populistas.
Israel tiene el derecho y la obligación de proteger a sus ciudadanos y de asegurarse que los horrores del 7 de octubre no vuelvan a suceder. Sin embargo, si prevalece el instinto de venganza instigado por los partidos extremistas encumbrados por Netanyahu, el problema va a empeorar en el futuro. Su gobierno debe actuar con inteligencia y mesura. No se trata de responder con abrazos, pero tampoco con balazos indiscriminados como una forma de intentar borrar de la memoria colectiva israelí el monumental fracaso de la inteligencia de su gobierno.
Las soluciones simples llevan a resultados desastrosos. Sucedió en la guerra contra el narco del gobierno de Calderón. La reacción de Estados Unidos a los atentados contra las Torres Gemelas, primero en Afganistán y luego en Irak, fue inicialmente popular, pero terminó siendo un desastre en todos los sentidos. Degradó el prestigio de Estados Unidos en la región, causó la muerte injustificada de civiles y soldados, resultó muy costosa financieramente y no resolvió nada.
El problema es extremadamente complejo. Para colmo, Hamas no es el gobierno de Egipto, dispuesto a firmar un tratado de paz con Israel; ni Netanyahu es Beguín, quien como primer ministro israelí fue capaz de pensar en lo mejor para su nación, incluso si eso significaba firmar la paz con Sadat, un dictador que había invadido su país.
