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Recuento

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

Antonio de Juambelz fue un referente profesional de Higinio, el diálogo entre ambos era constante para abordar el tratamiento y cuidado informativo. Entonces la redacción del periódico se encontraba en la planta baja y la oficina del director estaba en la puerta contigua. Los recorridos del director a los diversos departamentos eran constantes, incluso cuando se dificultaba su andar, lo hacía sentado en su silla de ruedas. Son diversas las anécdotas vividas por ambos, aquí, un par de ellas (HAEN).

PERSONAJES DEL PERIODISMO DE ANTAÑO

Evocación: Don Antonio de Juambelz y Bracho, director general de El Siglo de Torreón, se retiraba temprano de su oficina -entre las siete y las ocho de la noche- depositando en sus empleados la confianza suficiente para mantener día a día y noche a noche, incluyendo madrugadas, el prestigio alcanzado por el periódico en materia de información fidedigna y puntual.

Por eso resulta imborrable en mi mente su imponente figura, puro en mano y pegado al escritorio del reportero Alfredo Rivera Martínez, revisando a altas horas de la noche -una a una- las más de quince cuartillas que salieron del rodillo de la máquina de escribir del compañero con la crónica completa de la terrorífica explosión de Guayuleras, ocurrida al norte de Gómez Palacio, Durango, a las ocho de la noche del 23 de septiembre de 1955.

Leía y releía, ponía puntos y comas y las enviaba de inmediato a los linotipos para acelerar la impresión del periódico que debía de salir a la calle a la hora más temprana posible del siguiente día. Y no falló en ese sentido ni en ningún otro: El Siglo expuso crudamente la tragedia y no habló de que el estallido había sido escuchado a miles de kilómetros de distancia, como publicó equivocadamente la competencia. Ese fue su principal cuidado: no caer en la exageración.

Regaño a destiempo: Una tarde de otoño el compañero Lenar se sentó en los escalones de la puerta de entrada al periódico, por la venida Matamoros, en espera de que el reloj marcara las ocho de la noche, la hora de inicio de la jornada diaria en los talleres de formación donde acomodaba en galeras las composiciones de plomo salidas de los linotipos para configurar e imprimir las páginas de la siguiente edición.

Manejaba el material metálico grabado con letras y números correspondientes a las notas informativas, anuncios, encabezados y las placas de fotografías hechas de zinc; a veces -y no sólo a él- se le resbalaban de las manos las columnas tipografiadas y se desintegraban en el piso, por lo cual había que ponerse de rodillas para recuperar línea por línea y devolverlas a su formación inicial -los clásicos "empastelados" como les llamaban los formadores manos flojas- No siempre quedaban ordenadas debidamente y se generaban errores en el reacomodo, los cuales se reflejaban en la impresión final en el papel.

Unos diez o quince minutos antes de las ocho de la noche el director salió de sus oficinas rumbo a la calle y se topó con el compañero, sentado plácidamente en los escalones, manos cruzadas sobre las rodillas.

Endureció el rostro y le reprochó uno de esos errores, censurando su aparente falta de cuidado en la confección de un anuncio.

Lenar aguantó estoico la reprimenda, se puso de pie, se encaró con el jefe y apuntó con el índice hacia el reloj de las oficinas administrativas:

-Señor, entro a las ocho de la noche y todavía no son las ocho, faltan diez minutos; por lo tanto no tiene porqué regañarme a deshoras y menos aquí afuera y volvió a sentarse.

Don Antonio hizo mutis.

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