Cuando las nuevas generaciones descubrieron el Canal de la Perla y lo habilitaron como recinto cultural, Higinio rememoró sus aventuras en aquel tajo que distribuía las aguas del Nazas a través de la ciudad. En su fondo descubrían tesoros entre la basura como soldados de plomo o algún objeto curioso que les enriquecía la vida infantil cuando no fluía el agua, y cuando lo hacía nadaban, aunque al llegar a la ciudad se convirtiera en un drenaje a cielo abierto. Hoy el Canal de la Perla está seco, solo hidratado por los recuerdos como el que aquí se presenta. (HAEN).
CHAPOTEOS ENTRE VITAMINAS Y MINERALES
(Higinio Esparza Ramírez)
Sentado en cuclillas al borde del canal de riego y a la vez desagüe del vecindario, con los calzones deshilachados y la cabeza pelona por cuestiones de asepsia, esperaba el momento ideal para el chapuzón, lo mismo que mis compañeros de aventuras callejeras. Un camarada en la lila más alta vigilaba la corriente del Canal de la Perla, atento a la aparición de las masas de residuos que los vecinos colindantes arrojaban al tajo porque sus casas de modesta construcción carecían de drenaje.
Las aguas del canal salían más o menos incontaminadas desde el río Nazas, con un color café oscuro por la tierra que arrastraban con turbulencia desde las presas El Palmito y Francisco Zarco; en el tramo inicial -entre el "puente negro" y las compuertas del canal segundo- fueron confiables en materia de salud pública. Lo peor llegaba después. A su paso por las colonias del poniente de Torreón, sus dos panteones incluidos, los pobladores convirtieron al tajo emblemático en un albañal y basurero al que arrojaban residuos putrefactos, precisamente en el tramo más cercano a nuestros hogares y escuela, el mismo que se perdía bajo tierra a la altura de la avenida Allende, a unos cuantos metros de la calle Múzquiz.
A nosotros, sus infaltables concurrentes, no nos afectó la infestación debido a la aplicación de estrategias para neutralizarla sin riesgos sanitarios. Y fue por orgullo propio: no queríamos granos en cabeza y piel por el contacto involuntario con las inmundicias líquidas, tanto las del canal como de las que generaban los tiraderos de aguas residuales en el vecindario.
-¡Al agua compañeros, ya pasó el mal! Era el ansiado grito de batalla del niño vigía. De clavado o de "brinquito", con regocijo y travesura, el chapoteo salpicaba y mojaba de todo a todo a los mirones de la orilla. Cumplida su misión, el vigilante abandonaba el puesto y desde una de las ramas a dos metros sobre el nivel del tajo, se tiraba de cabeza y luego emergía triunfante. Como el monstruo de Ness los residuos extraños ondulaban de orilla a orilla o se quedaban abajo cinco o diez segundos.
Fuimos prófugos de las aulas, pero expertos en natación, clavados y maromas. De eso no quedó duda: eludíamos con giros natatorios y zambullidas precisas las sustancias propias de los albañales que flotaban a mediodía y al caer la tarde. Con habilidad las librábamos, pero no siempre hubo buena suerte: aparecían a la manera de los Aliens, de repente escurriendo baba. Nos sumergíamos al instante y nadando como los peces nos manteníamos en el fondo mientras pasaba el intruso.
Con rumbo caprichoso y remolinos que intentaban desintegrarlas en cada giro, las sustancias indeseables se detenían sobre nuestras cabezas y esperaban la salida súbita de los primeros en emerger por falta de aire, sólo para mirar horrorizados cómo la mancha se deslizaba directamente hacia su boca.
Las frecuentes incursiones en aguas contaminadas no afectaron la salud de ninguno de nosotros, un temor repetidamente planteado por las madres. Nada nos pasó, ni dolencias ni forúnculos en el cráneo. Mi madre, precavida, me pelaba a rape y con tijeras.
La exposición a los residuos infecciosos fue continua y arriesgada, pero no sufrimos dolores por esa causa… ni los granos aborrecibles. Por el contrario, mis compañeros crecieron robustos y saludables. Uno se convirtió en un hábil nadador y clavadista que atrapaba la atención general en las albercas Esparza, Alejandra y Torreón. Otro abrazó la carrera de peluquero de su señor padre y uno más se especializó en la fabricación de botas vaqueras.
En la edad adulta nos fue revelado un hecho poco conocido para los habitantes del poniente de la ciudad: las aguas infectadas con materia fecal -tales eran los componentes de las masas pastosas flotantes que nos acosaron en la infancia-las usaban los agricultores para regar y fertilizar las hortalizas plantadas en tierras labrantías ubicadas al oriente de la población.
No sé qué suceda ahora en otros confines comarcanos ni a dónde van a dar o qué uso tienen las aguas de desecho, pues el canal fue cegado. Las hortalizas no faltan en casa y a la distancia me convenzo de que las inmersiones y los chapoteos de nuestra niñez en papilla hecha con residuos, nos aportaron vitaminas y minerales. Nada de piojos ni llagas.