ÁTICO
Mexicano por elección, Adolfo Gilly transitó por turbulencias sociales sin perder el ánimo, transformando cada derrota en aprendizaje.
Heterodoxo de tiempo completo, Adolfo Gilly ejerció la libertad intelectual en Lecumberri y decidió pertenecer al país que lo había encarcelado.
Fue detenido en México en 1966, después de vivir en Cuba durante la crisis de los misiles, de participar en la campaña electoral de Salvador Allende de 1964 y de asistir a una inusual convención guerrillera en Guatemala. Sus credenciales de revoltoso sin fronteras no podían ser mejores.
Durante seis años fue uno de los muchos presos políticos de México. En el Palacio Negro de Lecumberri escribió La revolución interrumpida. Si Carlos Fuentes dijo que su generación leyó de pie El laberinto de la soledad, la mía hizo lo propio con la obra clásica de Gilly, que recuperó el legado de los ejércitos populares de Villa y Zapata y analizó al cardenismo como la reanudación de un movimiento social inconcluso.
Antes de que eso ocurriera, a fines de los sesenta, yo tomaba clases de alemán en casa de Inge Rico. De vez en cuando la veía reunir libros de historia y filosofía y frascos de ingredientes para enviarlos a la cárcel donde su esposo, el periodista Víctor Rico Galán, compartía celda y convicciones con Adolfo Gilly. A los diez años me sorprendía que el presidio fuera un sitio donde se leyera y se cocinara tanto. Gilly encontró ahí un insólito y fecundo momento de reposo.
Nacido en Argentina en 1928, se formó en el trotskismo abanderado por Juan Posadas y entregó su inteligencia y su energía a las causas de la izquierda latinoamericana. Luis Hernández Navarro (La Jornada) y Rafael Rojas (El País) han escrito espléndidos artículos sobre una trayectoria que incluyó, entre otras escalas, la colaboración con el gobierno de Hernán Siles Zuazo, fundador del Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia; una estancia de dos años (1960-1962) en Cuba, en la que se opuso a la sovietización del movimiento revolucionario, y la colaboración con Jacobo Árbenz en Guatemala.
Al salir de la cárcel, vivió en Francia e Italia, hasta que decidió volver a nuestro país. Como Trotsky, el revolucionario errante decidió establecerse entre nosotros, pero a diferencia de su antecesor ruso, no fue un solitario profeta en el exilio. Maestro universitario, periodista y militante, Gilly hizo de México su patria de elección. En 1982 demostró que la identidad no es un accidente sino un acto voluntario: decidió pertenecer al contradictorio país que lo apresó como regalo de bienvenida y que le permitió pensar de otra manera.
En México descubrió su veta más profunda. No es causal que su última obra mayor sea una biografía de Felipe Ángeles, a quien se refería con cariño como "mi general". Si en La revolución interrumpida rindió tributo a Manuel Palafox, cómplice e ideólogo de Zapata, en Felipe Ángeles, el estratega, hizo lo propio con el militar de carrera que dejó un legado de honradez y de extraña espiritualidad en los estallidos de la historia.
Sagaz analista, Gilly fue de los primeros en reconocer que la Corriente Crítica del PRI, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, podía convertirse en un agente transformador de la izquierda mexicana.
Coincidí con él varias veces en Chiapas. Adolfo hablaba en un tono suave que transmitía serenidad; apuntalaba sus comentarios con frases de buen humor, como si no hubiera nada más satisfactorio que estar ahí en ese momento. Transitó por las turbulencias sociales sin perder el ánimo, transformando cada derrota en un aprendizaje y un peculiar motivo de esperanza. Su contacto con los zapatistas afianzó este talante. Lo llamaron hermano y, como señaló Hernández Navarro, supo serlo.
A sus 94 años mantenía su sostenida crítica del poder, incluso cuando lo detentaba la izquierda. Al respecto escribió Rafael Rojas: "Aplicó al presente de México la misma premisa que antes había aplicado a Cuba o a Nicaragua: llegar al poder no significa 'abolir toda dominación' sino 'establecer una nueva relación de dominación con una nueva élite'".
Adolfo Gilly pasó de un país a otro como quien recorre una sola patria. Las palabras que Hermann Broch escribió sobre su colega Robert Musil se aplican a él sin pérdida: "Hay que decir adiós a quien siempre se despidió, porque Robert Musil pasó la vida despidiéndose. No lo hizo de manera sentimental. Se despedía siempre con la actitud de un cronista que atrapa el pasado porque quiere la realidad del presente, el germen del futuro".