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Tenemos que aprender a fuerza

YOHAN URIBE JIMÉNEZ

No podemos cambiar el mundo si no cambiamos nosotros. Tendríamos que empezar por reconocer, por ejemplo, que de nada nos sirven las lecciones. Hace un par de años la humanidad hacía esfuerzos para enfrentar un virus tan letal como desconocido, unos aplaudíamos el esfuerzo del personal médico y científico y al mismo tiempo llorábamos a nuestros muertos. Apenas pasó la crisis y el miedo regresamos a preguntarnos cómo era posible que después de tanto trabajo para salvar la vida humana, un país le declarara la guerra a otro y vinieran las balas y las bombas y los muertos.

Pasó el silencio y regresó el ruido. La neurosis colectiva, los descaros del gobierno, las cuentas que no salen, las descalificaciones y el desprecio por el otro. Volvimos a la calle, pero no para ser mejores seres humanos sino para repetir los mismos hábitos que antes nos condenaban como especie. A veces viene bien cambiar las malas costumbres. Por ejemplo, llorar menos y ser más agradecido. Hace exactamente dos años, un 15 de junio, el maldito Covid me arrebató a mi madre. Me rompió el corazón y me enseñó como nunca lo que era el dolor y la miseria. Sin embargo, tuve amigos y palabras, abrazos, y gestos que hoy debo reconocer con toda calma.

"Te quiero madre a pesar de haberme dado la vida", cuando le leía a mamá la frase de Cioran, fruncía el ceño y me replicaba: "si supieras las lágrimas que me has costado", entonces reíamos. Y hablábamos, nunca de la muerte, siempre de la vida. Y de las plantas, el amor, las bendiciones de la tierra y los ancestros. Por eso hay que ser agradecido. Porque cuando el virus me recordó la fragilidad de la vida, una amiga a la que le había escrito unas palabras cuando perdió a su padre, me las devolvió ese terrible día hace dos años, y agradezco el bálsamo que me regaló en tan complicado 15 de junio.

A veces cuando se deja la camisa de periodista y se pone la del ser humano, sale la necesidad de ser agradecido. No haber sufrido esa enseñanza para seguir haciendo lo mismo. Por eso nos tomamos la licencia de escribir algo tan personal como impreciso. Debo decir que las palabras de los amigos me alentaron, podría decir por ejemplo Manuel, Antonio Luisa. Y saber que fue menos doloroso ese momento. Y así lo camine, entre las prisas de la oficina, los proyectos, el esfuerzo de mis compañeros periodistas por cumplir con el deber del oficio.

Y aunque uno recorra la vida con el corazón en pedazos y aun no encuentre algunas piezas, siempre encuentra nuevos proyectos, otros abrazos, nuevos amigos y por eso sigo siendo agradecido, y puedo decir como otro ejemplo Jorge Luis, Simón o Carlos. Lo bueno de tener el corazón roto por un virus, es que cuando alguien intenta romperlo de nuevo no lo logra, no se puede romper lo que ya está fracturado. Y además están mis hijas, sus sonrisas, sus abrazos, sus palabras. Por eso hay que llamar a la resistencia, de no seguir haciendo lo mismo, sobre todo después de luchar brazo a brazo para salvar las vidas de quienes estuvieron hospitalizados.

Aún no terminamos de contar los muertos del Covid y la histeria sigue arrastrándonos peor que el virus. La intolerancia arrebata más vidas que nunca, el desprecio hospitaliza a más seres humanos y confirmamos que nada nos enseñó esa pandemia que le puso pausa al mundo. Recuerdo ingresar al área de Covid de un hospital para hacer un reportaje y tratar de gritarle a una audiencia que la enfermedad era real y nos teníamos que cuidar, unas semanas después estaba afuera de otra área Covid, en otra ciudad, en otro hospital, pero esta vez pidiéndole a la vida que no se llevara a mi madre.

Un 15 de junio que para la mayoría solo es el día de quincena, para otros de aniversario, cumpleaños o un día cualquiera, pero para mí sigue y seguirá siendo el día que la vida me jugó la peor pasada. Pero que también me recuerda que debo seguir siendo agradecido, porque me mostró el lado más humano de las personas que estaban cerca. Que me dedicaron unas palabras, un instante de su tiempo. Lástima que no hay espacio para mencionarlos con nombre y apellido, pero sé que saben lo mucho que les agradezco.

Si no reparamos en tan estrictas lecciones, seremos peor que el virus. Si dejamos de lado la posibilidad de empatizar con quienes comparten con nosotros una casa, una oficina, una calle, una ciudad o el simple aire, acabaremos con más vidas que el propio Covid. Uno se puede saltar el manual de periodismo y escribir notas vagas. Pero compartir una experiencia personal, también es un homenaje a quienes como yo la pandemia les trajo más que miedo. Sin embargo, espero que ellos también contarán con amigos y concuerden en que hay que ser agradecidos.

Son las enseñanzas de la vida, en ocasiones crueles, en ocasiones fuertes y otras anecdóticas, lo digo también porque hay otro tipo de enseñanzas, las que nos dan los libros y justo acabo de soltar "A veces oigo la voz del agua", de Hiromi Kawakami, sino me creen léanlo, se los recomiendo. Porque en una frase me enseñó mucho: "Sentí una punzada en el corazón. No era dolor, era el descubrimiento involuntario de la existencia de una herida, como si al tomar conciencia de ella se hubiera vuelto dolorosa".

@uyohan

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Escrito en: editorial Yohan Uribe editoriales

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