Para los incas y aztecas el cultivo de la quinoa o el amaranto era sagrado. Esos granos, de gran valor nutricional, crecían en las condiciones climáticas extremas de esas regiones y alimentaban a la población, manteniéndola fuerte y sana.
Los conquistadores españoles extendieron no sólo su dominación política y religiosa, el cultivo de estas semillas estaba terminantemente prohibido. Veían probablemente en ellas una amenaza, ya que prosperaban en suelos pobres, con alta resistencia al frío y la sequía. Además, los nativos hacían alarde de fuerza y desarrollo mental y practicaban rituales durante la siembra y la cosecha, lo que era incompatible con las ideas de la cristiandad. Los llamaron "alimento para salvajes" y ordenaron quemar todos los cultivos.
Cinco siglos después, la FAO, de las Naciones Unidas, hizo una declaración curiosa por su espíritu reivindicatorio, mencionando a la quinoa como "un cereal que posee el balance de proteínas y nutrientes más cercano al ideal de alimento para el ser humano". Un reconocimiento tardío.
La NASA también la eligió para sus viajes espaciales.
Durante demasiado tiempo el ser humano se alejó de su epicentro. Radicalizó sus prácticas de conquista, aplastando aquello que existía. Deslegitimó las creencias ancestrales. Olvidó que ninguna idea puede imponerse, mientras sean sepultadas las prácticas milenarias a través de la fuerza.
Ellas volverán a brotar, regresarán silenciosamente.
La memoria tiene una misión que jamás cesa. Ayudar a los que se han extraviado, señalar el camino de regreso, iluminar con sus antorchas en la noche oscura.
Volver al origen, desandar los senderos que nos han llevado a la angustia existencial, descorrer algunos velos, es una introspección sanadora.
En las fuentes hay respuestas para muchas incógnitas, soluciones para la mayoría de los problemas que hemos creado con nuestra omnipotencia.
Volver a beber de las fuentes es como ser abrazado por el amor de la madre, ella siempre estará ahí, pendiente, presente.
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