La Muralla de Ston es el segundo sistema defensivo más grande que ha construido el hombre, luego de la Muralla China. Tiene forma de pentágono y junto a sus cuarenta torres y cinco fortalezas, despliega una longitud de siete kilómetros.
Esa zona de los Balcanes fue largamente disputada por los turcos, los venecianos y muchos otros pueblos. Allí había algo que tenía un enorme valor: Las salinas.
En 1333, fecha en la que se inició la construcción, un kilogramo de sal tenía el mismo valor que uno de oro. Y por eso era objeto de disputas, asedios y protección. A través de la historia, los hombres les han dado significado y contenido a sus baluartes: la sal, el oro, el territorio, los animales, el agua, la localización, el ejército.
¿Qué alimentó la importancia de acumular, disputar y proteger esos y otros tesoros?
En ocasiones, su condición de escasos, otras, su prestación. Me viene a la mente un ejemplo reciente de la última pandemia, una mascarilla llegó a costar más que un barril de petróleo.
Lo cierto es que los atributos de valor han ido cambiando con el tiempo. Pronto el petróleo será reemplazado por otras fuentes de energía, tal vez el agua será la próxima causal de luchas. Si continuamos contaminando la tierra, quizá el aire sea el próximo objeto de deseo y los sitios donde se pueda respirar serán exclusivos y costosísimos.
¿Qué hay detrás de estas disputas?
Hay una guerra que la humanidad continúa librando, es la misma lucha que ha acometido a través de la historia, por la sal, el oro o los tulipanes. Lo ha hecho en nuevos territorios y con otras armas como la dominación económica, la manipulación de la información.
Detrás de casi todas las batallas hay un protagonista que está escondido y enmascarado: El Ego.
Tiene mil caras y, sin embargo, si podemos escarbar, es el factótum de todas las guerras.
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