Poon Lim tenía 25 años y era marinero, el 23 de noviembre de 1942 enfrentó una experiencia límite. Su barco, SS Ben Lomond, fue bombardeado por un torpedero alemán. Escuchó los gritos de los tripulantes devorados por las llamas y el chirrido de los hierros, cuando decidió saltar al mar. Estaba aferrado a un salvavidas, flotando a 750 millas del río Amazonas y no sabía nadar.
Cuando las frías aguas impregnaron las calderas, el colapso térmico provocó una gran explosión que terminó por hundir el buque. Su primera batalla fue alejarse, para que la succión del barco hundiéndose no lo arrastrara.
Estaba semi inconsciente por el esfuerzo cuando ocurrió un milagro. A varios metros, flotaba a la deriva una balsa vacía, antes de desmayarse, logró subir. Esa sería su casa por varios meses.
Al despertar encontró: 8 latas de pequeñas galletas británicas, 1 barril de agua, 2 tabletas de chocolate, algunos terrones de azúcar, 2 cuencos de aluminio y una linterna. No había velas ni remos, esto lo condenaba a viajar a merced del océano, con víveres para sobrevivir pocos días. Se sentía optimista.
Para mantenerse hacía ejercicios en el agua, hasta que lo acecharon los tiburones. Entonces pasó horas meditando, aferrándose a un recuerdo agradable del pasado. Ocurrió otro milagro, a pocos metros vio flotando un lienzo de arpillera y una larga cuerda de cáñamo. Con esto construyó una pequeña tienda y evitó que el sol le terminara de rasgar la piel. Los días de tormenta, tenía que encadenarse a la balsa para que las garras del mar no lo arrebataran. Este suplicio tenía una bendición, podía colectar agua para tomar.
Los días pasaron y los víveres se habían agotado. Con un pequeño filamento de la linterna, logró construir un anzuelo y jugar su suerte poniendo la última galleta como cebo. Su primera captura fue una sardina, la reservó para capturar otros peces. Cometió un error, al arrojar las vísceras atrajo a una multitud de tiburones y estos alejaron a los peces, provocando la mayor crisis de hambruna por varios días. Los tiburones no se marchaban. El hambre lo decidió por la única opción que tenía: capturar un tiburón.
No tenía cómo hacerlo, mirando su universo limitado se le ocurrió fabricar un anzuelo con un clavo que unía los listones de madera. Usó la última cabeza de pescado como carnada. Siguió sobreviviendo, pero comenzó otra batalla: por el agua.
Hasta ese día el ritmo de lluvias estacionales era frecuente, pero hubo una gran tormenta que barrió con todas las provisiones. Se inició una sequía que terminó con la deshidratación de Poon.
Desesperado colectó restos de algas del fondo de la balsa y construyó una trampa para atraer a las gaviotas. Esperó agazapado hasta que pudo cazar una con sus propias manos y beber su sangre para continuar viviendo. La lluvia regresó.
Una mañana fue despertado por un silbato, a pocos metros había un barco. Cuando los marineros advirtieron su condición de chino, se alejaron dejándolo solo y abatido.
Contaba los días con muescas y las noches con cruces. Cuando comenzaba el día 130, notó que el color del agua era más claro y que había aumentado el número de aves. Renacieron sus esperanzas. La mañana del día 133 sus ojos se llenaron de lágrimas cuando vio un bote con 3 pescadores, esta vez se acercaron y lo rescataron de su naufragio.
Los naufragios no son comparables. Las experiencias tampoco. Quizá en algunas de nuestras crisis podamos recordar a este pequeño y solitario náufrago, el más grande de todos, el que estableció nuevos parámetros de supervivencia. Para recordarnos que todos nuestros recursos son suficientes, están ahí, para ayudarnos a continuar nuestra travesía.
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