ecuerdas, Terry, inolvidable perro mío, cómo cuando eras cachorro te asombraban todas las cosas del mundo? La flor, la mariposa, la nube, y por la noche el misterio de la luna. Quedabas absorto ante la mosca que revolaba en torno tuyo. Mirabas con curiosidad -y también, debo decirlo, con infantil hostilidad- al displicente gato.
Yo, necio de mí, reía de tus asombros. No pensaba que estabas inaugurando vida, y las inauguraciones traen siempre algo novedoso. Yo era ya entonces hombre de rutinas. Padecía sin darme cuenta una especie de negligencia de alma. No era un hastío romántico, tedio intelectual o cansancio de vivir como el que llevó al suicidio a George Sanders, por aburrimiento. Era simple apatía, pereza espiritual.
Debí aprender de ti, perro querido. No puedes amar la vida si no amas los seres y las cosas de la vida. No a todos los seres, claro, Terry mío. Ni tú ni yo somos San Francisco. A ti te está permitido malquerer al gato; yo me tomo la libertad de no incluir en mis afectos a dos o tres a quienes llamaría cabrones si no temiera herir tu bondadosa sensibilidad. Pero recordaré tu asombro ante el mundo que estrenabas y que te estrenaba a ti, y procuraré disipar esa pereza interior que me impide amar plenamente a mi mundo. Es decir, que me impide vivir plenamente mi vida.