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San Virila fue a la aldea a buscar el pan para sus pobres.

Al llegar se enteró de que Juan el posadero había pasado a mejor vida. Un tabardillo pintado lo sacó de ésta en unos cuantos días.

El frailecito había sentido afecto por el posadero, pues a veces le daba una copa de vino -o media, al menos- y el pan que se le había quedado de días anteriores, duro ya, pero todavía pan. Así, fue a la casa del difunto a expresar su pésame.

Lo recibió la viuda de Juan. Le preguntó a Virila:

-¿Eres tú el que hace milagros?

Respondió, humilde, el santo:

-No los hago yo; los hace Dios. Yo soy sólo su instrumento.

Dijo entonces la mujer con acento hosco:

-Sea como sea, no me lo vayas a resucitar.

San Virila no conocía a la doña, pero la vio tan mal encarada que creyó oír que Juan le decía desde su eterno descanso:

-Por favor, padrecito: no me resucites.

¡Hasta mañana!...

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