Cromofobia: la aversión de Occidente al color
Corría la década de los ochenta cuando David Batchelor decidió pintar de rosa una pequeña porción de una de sus esculturas. No porque realmente quisiera hacerlo, aclara en una entrevista para la Galería Nacional de Londres, sino porque necesitaba destacar esa parte de la obra para añadir profundidad. Era quizá la primera vez que utilizaba color desde sus inicios artísticos en los setenta. ¿Por qué había tardado tanto en romper la monocromía? ¿Y por qué lo había hecho sólo como último recurso?
Esas preguntas lo llevaron a estudiar, durante las próximas décadas, la relación de nuestra sociedad con el color. El resultado fue el libro Chromophobia (2000), término que acuñó para referirse a la aversión en la cultura occidental hacia lo colorido.
Uno de los ejes de este ensayo es el hecho de que, por siglos, se ha asociado el color con la Otredad, es decir, con aquello que es ajeno, extraño y, por lo tanto, considerado menos valioso: lo femenino, infantil, oriental, primitivo y kitsch en oposición a lo masculino,adulto, occidental, civilizado y sofisticado.
Hoy, esa perspectiva permanece tan arraigada en el imaginario colectivo que ya ni siquiera es consciente; se asume como una simple cuestión de gustos. Es “de buen gusto”, por ejemplo, vestir tonos neutros claros en los paseos diurnos y recurrir al negro en las salidas nocturnas. También lo es adoptar un estilo minimalista para el interior de una casa. En cambio, presentarse a una cena romántica con una camisa floreada es, cuando menos, “inapropiado”; y optar por una decoración vistosa es “pintoresco” o, cuando mucho, “exótico”.
Detrás de estas concepciones existe toda una historia de desprestigio del color que, conforme fue avanzando, decantó en cuestiones raciales y de clase que prevalecen hasta nuestros días.

EL BLANQUEAMIENTO DE OCCIDENTE
El Renacimiento surgió en el siglo XV con un interés ferviente por la Antigua Grecia, cuna de la cultura occidental. Los preceptos filosóficos, políticos y estéticos griegos fueron idealizados y retomados por las ciudades renacentistas que, poco a poco, comenzarona transformarse inspiradas en la Atenas clásica: columnas, frontones, esculturas y proporciones áureas fueron integradas a la arquitectura, donde el blanco prístino del mármol se convirtió en el principal acabado de las construcciones más importantes.
Pero la Grecia nívea que imaginaban los europeos renacentistas nunca existió. Si los restos arqueológicos que encontraron no tenían color era porque lo habían perdido con el paso del tiempo, no porque nunca lo hubieran tenido.
Fue hasta el siglo XVIII cuando se descubrió que tanto esculturas como edificios estaban pintados con pigmentos brillantes en la Antigüedad. Muchos estudios posteriores lo confirmaron y, sin embargo, ya era demasiado tarde: la imagen de un mundo clásico incoloro ya se había instaurado en la mente colectiva, enarbolando valores como la pureza, el poder, la razón y la armonía.
Además, en el siglo XVI había surgido otra vertiente de cromofobia: la Reforma protestante, que nació como una respuesta al hastío generado por la Iglesia Católica en las sociedades europeas durante la Edad Media y parte del Renacimiento. La corrupción,los diezmos y la desvergüenza de los sacerdotes no sólo impulsaron un movimiento contra el Vaticano, sino la búsqueda de nuevos símbolos de identidad más alineados con la espiritualidad protestante.
Los elementos llenos de color de las catedrales góticas —como pinturas, textiles, retablos y enormes vitrales— se comenzaron a ver como una ostentosidad vulgar por parte de la Iglesia y, en muchos casos, fueron destruidos. De este modo, los reformistas promovieron una arquitectura y una vestimenta de tonos neutros, que asociaron con la decencia, la sobriedad y lo respetable.

Esa cromofobia se mantuvo por los siglos venideros, pero en el XIX adquirió una nueva capa designificado: el de la superioridad racial. En aquella época, países europeos como Francia, Alemania e Inglaterra expandieron sus imperios hacia África y Oriente, territorios donde se abrazaba la policromía tanto en la vida cotidiana como en las celebracionesmás especiales. Bajo la óptica occidental, el color se transformó automáticamente en algo exótico, pero también inferior. Después de todo, sólo lo usaban culturas “incivilizadas”.
Le Corbusier, máximo exponente de la arquitectura moderna, resumió ese desprecio en sus notas de viaje tras visitar varias regiones de Oriente: “El color es adecuado para las razas simples, los campesinos y los salvajes”, escribió desde su pedestal de hombre blanco educado en la llamada “alta cultura”.
Hoy persiste, adaptado a los tiempos y a las distintas latitudes de Occidente, el vínculo entre lo exótico y el color, pero también entre este y los estatus socioeconómicos definidos por nuestra era de consumo y de aspiraciones capitalistas.
LOS COLORES DEL SINCRETISMO MEXICANO
No es secreto que la estética tradicional mexicana —y de muchas otras regiones de Latinoamérica— está cargada de colores vibrantes presentes en textiles, artesanías de barro, muebles y arquitectura. Incluso hay un tono de rosa que todo el mundo relacionacon nuestro país.
Los pueblos originarios, desde la época prehispánica, obtenían una extensa variedad de pigmentos al procesar minerales, plantas e insectos. La grana cochinilla, el caracol púrpura, la flor de añil o la semilla de achiote son sólo algunos de ellos. Esta tradición cromática se complementó con la llegada de españoles y africanos durante la Conquista, resultando en un sincretismo que se manifestó, por ejemplo, en los altares dedicados a los santos o en los retablos barrocos de muchas iglesias. Actualmente, dicho sincretismo sigue presente en los murales dedicados a la Virgen de Guadalupe, las vitrinas de las abuelas con figuras de cerámica, la decoración urbana-religiosa de las unidades de transporte público y hasta en los vistosos vestidos de las quinceañeras.
Existen miles de ejemplos de esas tonalidades exuberantes que han conformado la identidad mexicana por décadas. No obstante, muy pocos podrán encontrarse más allá de los ambientes populares. En contextos más serios, sofisticados o lujosos, el color queda fuera. Oficinas, escuelas, hospitales, rascacielos, cadenas hoteleras, edificios públicos, conjuntos departamentales, centros comerciales, etcétera, suelen optar por la neutralidad propia de la modernidad occidental, que favorece los diseños funcionales, de líneas simples y sin ornamentos. Es un estilo que pretende homogeneizarlo todo con el afán de apelar a un “gusto universal” que si no desagrada a nadie es sólo porque no posee un carácter identitario.

Los desfiles policromáticos en las calles son bien vistos en los pueblos mágicos, como una atracción turística, o en los barrios marginales en las laderas de los cerros, para que la pobreza ofrezca una cara pintoresca a quien la vea a lo lejos. Sin embargo, enalgunos fraccionamientos de construcción reciente se prohíbe terminantemente pintar el exterior de las viviendas para no alterar el vecindario con fachadas que podrían resultar “vulgares”. La imagen de estos lugares se vería afectada si a alguien se le ocurriera,por ejempo, pintar su casa con el característico color menta que el programa Prospera repartió entre las familias mexicanas de bajos recursos en la década de los ochenta, y que ahora mucha gente asocia inmediatamente con las clases sociales más desfavorecidas.
Permitir que nuestras ciudades se destiñan hasta convertirse en bloques grises o, en el mejor de los casos, beiges, es también permitir que la identidad de una región se vea desplazada no sólo por la fantasía de una Atenas blanca que nunca existió, sinopor una idea errónea de superioridad cultural que no tiene cabida en un mundo tan diverso como el que habitamos. Tal vez sea momento de reconsiderar las paletas de color con las que pretendemos comunicarnos a través de los espacios que construimos.
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