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En los últimos años, las redes sociales se han convertido en vitrinas de vidas aparentemente perfectas. Videos cortos que prometen “la mejor versión de ti”, blogs que enseñan a “ser más productivo” y un desfile de rutinas de belleza, ejercicio, lectura, meditación, inversión financiera y hasta para dormir “correctamente”. Todo parece apuntar hacia una misma dirección: optimizar cada rincón de la existencia.
Y es que, ¿quién podría estar en contra de cuidar la salud, cultivar hábitos positivos o tener metas personales? En realidad, el problema no está en el contenido en sí, sino en el mandato implícito que lo acompaña: si no estás mejorando constantemente, estás fallando. Si no logras cumplir con esa serie de actividades “ideales”, entonces algo anda mal contigo. Es por lo que ahora existe un sinfín de aplicaciones digitales para “evitar distracciones” y cumplir con estas interminables listas, sin embargo, al final esto suele resultar en la imposibilidad de sostener tantas rutinas a largo plazo.
Este discurso de crear todos los buenos hábitos posibles, aunque disfrazado de bienestar, puede volverse una fuente de profunda ansiedad: detrás de cada recomendación para ser “más disciplinado” hay una narrativa que equipara el valor personal con la productividad, la belleza o el control. Y cuando no se alcanzan esas metas —por falta de tiempo, energía, recursos o simplemente porque somos humanos— aparecen la frustración, la culpa y la sensación de insuficiencia.
¿PARA QUIÉN ES ESTA MEJORA?
Muchas personas, especialmente mujeres, se ven atrapadas en esta dinámica de pensamiento. Siguen rutinas de influencers que dedican su vida a verse bien frente a la cámara mientras ellas, sus seguidoras, trabajan jornadas completas, se hacen cargo de sus hijos, estudian o incluso sostienen hogares. Intentan replicar dietas, una docena de pasos para el cuidado de la piel, horarios de lectura y ejercicios que no se ajustan a sus realidades. Y cuando no lo logran, sobreviene una sensación de fracaso que incluso suele ser la génesis de un trastorno de ansiedad.

La pregunta entonces no es “¿cómo puedo mejorar?”, sino “¿por qué quiero hacerlo?”. ¿Qué deseo está detrás de esa meta? ¿Es un impulso genuino de autocuidado o una presión externa disfrazada de bienestar? ¿Estoy buscando sentirme más conectada conmigo misma o cumplir con un estándar que alguien más definió?.
Replantear estas preguntas es esencial para evitar que el autocuidado se convierta en hiperexigencia autoimpuesta. Porque no todo lo que parece saludable lo es, particularmente si se vive desde la culpa o la comparación constante.
EL PERFECCIONISMO DISFRAZADO DE SALUD
La cultura de la optimización muchas veces se entrelaza con el perfeccionismo. Se nos enseña que siempre hay algo que mejorar: el cuerpo, la mente, la productividad. Pero este perfeccionismo no es sostenible ni justo; no considera los contextos sociales, las historias personales ni las desigualdades estructurales. Además, convierte el bienestar en una carrera sin meta, porque nunca es suficiente. Si ya haces ejercicio, ahora debes hacerlo con más intensidad. Si ya meditas, ahora debes hacerlo con más conciencia y constancia. Si ya comes sano, ahora debes evitar ciertos ingredientes inflamatorios. Y así, el autocuidado se transforma en una lista interminable de tareas que generan más estrés que alivio.
Desde la neuropsicología, la hiperexigencia sostenida activa circuitos cerebrales relacionados con la amenaza y el control, especialmente el eje hipotálamo-hipófisis-adrenal, encargado de la respuesta al estrés. Cuando el sistema nervioso interpreta que “no ser suficiente” equivale a estar en peligro —aunque este peligro sea simbólico o social— se disparan los niveles de cortisol y se sobreestimulan regiones como la amígdala, asociada a la vigilancia emocional.

A largo plazo, esta sobrecarga llega a afectar la capacidad de planificación de la persona, su flexibilidad cognitiva y su regulación emocional, generando un círculo vicioso: cuanto más se demanda a la mente, menos recursos tiene esta para responder con claridad y calma. De este modo, el intento de “mejorar” puede terminar saboteando justamente aquello que se busca cuidar.
La autoexigencia se convierte entonces en un arma que atenta contra nosotros mismos. Es como si obligáramos a una de nuestras manos a tocar el fuego: dolerá inevitablemente, y por ello no podemos siquiera concebir un daño autoinfligido de tal naturaleza; sin embargo, constantemente nos lastimamos en la búsqueda de una perfección inalcanzable. No porque no se vea como una grave quemadura o una herida abierta significa que no sea un daño real.
A veces es necesario utilizar estas metáforas tan duras para que las personas comprendan que una hiperexigencia hacia sí mismas no es otra cosa que una grave lesión a la psique. Además, muchas veces hay daños colaterales, pues rara vez esas expectativas desmedidas afectan sólo al individuo que las persigue. Sin darse cuenta, quienes están a su alrededor también empiezan a sentir esa presión.
EL VALOR DE LO IMPERFECTO
Quizás el verdadero bienestar no esté en optimizar cada aspecto de la existencia, sino en aprender a habitar la vida que ya se tiene con más compasión. En reconocer que hay días caóticos, rutinas que no se cumplen, metas que se postergan, y que eso no nos hace menos valiosos.
Aceptar la imperfección no significa renunciar al crecimiento, sino entender que no todo cambio tiene que ser radical, visible o medible. A veces, el acto más transformador es permitirnos descansar sin culpa, decir “no” a una exigencia innecesaria, o simplemente reconocer que estamos haciendo lo mejor que podemos con lo que tenemos.

Tal vez sea momento de redefinir qué significa “mejorar”. No como una obligación constante, sino como una posibilidad amorosa hacia nosotros mismos. No como una competencia silenciosa, sino como un proceso íntimo y flexible. Porque el éxito no debería medirse por cuántos hábitos cumplimos, sino por cuánta paz sentimos al vivir nuestra vida.
En un mundo que nos empuja a ser versiones pulidas de nosotros mismos, resistir también es cuidar. Es comprender que la vulnerabilidad no nos hace débiles sino humanos. Y en esa resistencia hay espacio para lo real y lo imperfecto, que no es menos valioso, sino absolutamente necesario.
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