Uno de los corrillos que solían escucharse y leerse durante el décimo mes del año en México era el tradicional que repetía como slogan que el "2 de Octubre no se olvida", haciendo referencia a la represión y matanza de estudiantes ocurrida durante las Olimpiadas de 1968.
Este acontecimiento como tal cobró importancia mediática que trascendió en su momento sobre algo que estaba ocurriendo, tras fronteras: más que por la magnitud de lo que pudiera haber sucedido real o tentativamente hablando, por el hecho de que nuestro país se convirtiera en sede internacional para los Juegos Olímpicos de aquel año.
Sin embargo, no fue la primera ni la peor de las ocasiones en las que el pueblo mexicano o una fracción del mismo fuera objeto directo de represión, persecución y muerte por parte del Estado, quien empuñó sus fusiles y afiló sus bayonetas, no para defender al país contra un extraño enemigo-como suele repetir uno de los fragmentos más conocidos del glorioso y extenso Himno Nacional-sino para usarlas en contra de los propios hijos.
Se olvida con gran sesgo y bastante desmemoria conveniente como es que el Viejo Régimen que se vendía como emanado de la "revolución triunfante" perpetró uno uno de los peores crímenes de lesa humanidad registrados en nuestra historia durante la primera mitad del siglo XX (solamente superados en brutalidad por la persecución antirreligiosa en España y la de dos tipos de socialismo en competencia genocida en el marco de la Segunda Guerra Mundial) como fue la Persecución antirreligiosa en México, conocida posteriormente como la Cristiada.
En este caso hablamos de una guerra emprendida por el viejo Régimen totalitario contra sus propios ciudadanos bajo la tiranía de un Plutarco Elías Calles quien, haciendo uso personal y faccioso de todo el poder del Estado nacional, intentó destruir a la Iglesia Católica haciendo uso de la violencia-como dijera Jean Meyer-en un acto tan antinatural como suicida y antimexicano, cobrando la vida de cerca de un millón de víctimas, sin contar desplazados fuera del país, a lo largo de un periodo que se extendió por etapas desde 1926 (tras el asesinato de los Santos Mártires Duranguenses) hasta el año de 1934, teniendo la muy infame estampa de haber estrenado el uso de bombas lanzadas por aeronaves militares contra compatriotas en suelo mexicano (concretamente contra cristeros al igual que contra los cabecillas de la breve rebelión escobarista en Torreón).
Este episodio vergonzoso y deliberadamente oculto durante varias décadas cuenta nada más y nada menos que como el antecedente a toda represión antinatural emprendida en nuestro país en posteriormente: lo mismo contra los manifestantes de 1968 que durante el Halconazo de 1971, la matanza de Aguas Blancas y hasta la infame masacre de Acteal contra una comunidad autónoma no beligerante de indígenas desplazados, tan solo por mencionar las más representativas por el número de víctimas, a lo largo del siglo XX.
En cuanto al caso de la represión estudiantil del 68 basta recordar que la autoría de la misma no fue otra que la del también autor del Jueves de Corpus del 71; con la salvedad que en el primer caso las Fuerzas Armadas intervinieron para desplazar a estudiantes y manifestantes concentrados en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco al percatarse que se empezaron a realizar disparos contra la multitud, provenientes desde los balcones del Edificio Chihuahua, mismos que cesaron una vez que el Ejército se apersonó para descubrir a un Grupo paramilitar gobiernista con guantes blancos como distintivo, que se identificó como "Olympia" (como revelara Luis González de Alba en su calidad de manifestante, testigo y preso político años después); hecho que hoy en día vuelve a la memoria para recordarnos del peligro del poder absoluto en cualquier país al igual que prevenirnos de los excesos en que el Estado incurre como consecuencia de una auténtica falta de representación nacional, a partir del mismo.