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El otro lobo de Dios

CARLOS SEOANE

El lobo original. La indignación me invadió al ver la serie "El Lobo de Dios". No es una simple producción televisiva: es un espejo que devuelve, con crudeza, la magnitud del horror. Ahí están las voces de quienes, siendo niños, fueron abusados por Marcial Maciel.

Ahí está la evidencia irrefutable de que el fundador de los Legionarios de Cristo construyó un imperio espiritual y económico sobre el dolor de docenas de menores. Y ahí está, también, la complicidad y cobardía de una Iglesia católica que calló, protegió y encubrió desde su máxima jerarquía.

Lo sabían desde hacía mucho. Los testimonios y las denuncias han estado ahí, y los periodistas han hecho su trabajo. Pero la serie tiene el poder de lo audiovisual: coloca frente al espectador la crudeza del abuso, la podredumbre de la impunidad y la desolación de las víctimas. Es, simple y llanamente, repulsivo.

El caso de Maciel demuestra cómo una figura que se presentaba como "el representante de Dios en la Tierra" logró pervertir, por décadas, a una organización entera.

Y lo hizo porque hubo quien lo protegiera, quien se benefició y quien prefirió mirar hacia otro lado antes que enfrentar la cruda verdad. Ese es el verdadero rostro del lobo: la capacidad de disfrazarse de pastor mientras devora al rebaño.

Si en realidad existe la justicia divina, este deleznable sujeto la ha de estar pasando muy mal.

Que así sea.

El otro lobo. Hoy, mientras escribo, otro caso debería estremecernos: el de Naasón Joaquín García, líder de La Luz del Mundo. En 2022, aceptó su culpabilidad por abusar sexualmente de menores en California, y fue sentenciado a casi 17 años de prisión.

Y hace apenas unas semanas, fiscales federales en Estados Unidos presentaron nuevas acusaciones en su contra: crimen organizado, tráfico sexual, explotación infantil, producción de pornografía infantil. Entre los coacusados está incluso ¡su propia madre!

Además, como lo documenta la periodista Peniley Ramírez, nuevas pruebas apuntan a que el patrón de abuso en La Luz del Mundo no se limitaba a la figura del "apóstol", sino que estaba normalizado en la propia estructura familiar y comunitaria.

Relatos estremecedores hablan de madres que entregaban a sus hijas para que fueran sometidas, bajo la convicción de que "el apóstol no puede pecar". Ese nivel de adoctrinamiento y obediencia ciega no solo refleja la perversidad del líder, sino el poder de una cultura institucional diseñada para protegerlo y perpetuar el abuso.

El paralelismo con Maciel es inevitable. Dos líderes religiosos que se erigieron como apóstoles de fe, dos organizaciones que construyeron fortunas y estructuras de poder, dos comunidades moldeadas para obedecer sin cuestionar. Y, al mismo tiempo, dos historias de abuso sistemático contra los más vulnerables.

Y si algo nos dejan estos casos es la obligación de no volver a callar. La voz de las víctimas debe ocupar el centro de la conversación pública. No como una nota más, no como un escándalo pasajero, sino como una exigencia permanente de justicia.

Porque si la fe sirve para encubrir el abuso, deja de ser fe y se convierte en herramienta de dominación.

Porque solo al escuchar y creer a quienes fueron silenciados podremos impedir que nuevos lobos, disfrazados de pastores, sigan devorando a los suyos.

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