Foto: CONARTE
El libro, apunta Borges al reflexionar sobre uno de sus poemas, es una extensión de la imaginación y la memoria. Es quizá la única forma que tenemos de acceder al pasado. Y ese pasado no sólo está habitado por palabras o imágenes, también por sueños y mitos. El libro, ya lo dijo Mallarmé, es un instrumento espiritual, la expansión total de las letras. Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), en su célebre ensayo El infinito en un junco (2019), escribe que también es la historia de una batalla contra el tiempo.
La mañana es fría en Monterrey. Las puertas del Palacio de Gobierno se han abierto al público. La entrega del VI Premio Nuevo León Alfonso Reyes a Irene Vallejo será en uno de los patios. Impresiona la arquitectura. Se escuchan las palomas volar sobre el techo. Han acudido los representantes más importantes de la literatura contemporánea neoleonesa. Se instalan cámaras y micrófonos para registrar la visita de la autora española, a quien siempre le emociona visitar los lugares donde algo comienza.
Resuenan aplausos. Irene Vallejo llega junto al gobernador Samuel García. En la ceremonia hablan funcionarios de CONARTE y de la Secretaría de Cultura. Ella escucha atenta, con los ojos verdes y la sonrisa muda. Luego es su turno. Sube al estrado. Acomoda los micrófonos. Vuelve a sonreír y junta sus manos para agradecer la ovación. Dice que la literatura en español vive un momento de esplendor inagotable. Celebra la obra de Alfonso Reyes. Luego habla sobre la amistad entre naciones y la hospitalidad que México tuvo con los refugiados de la Guerra Civil española. Evoca a las mujeres en la literatura y le genera incredulidad que se pensara en ella para recibir el premio.
Irene Vallejo es hija del río Ebro, el cuerpo de agua que cruza su natal Zaragoza. Fue una niña de incendiado entusiasmo e imaginación desbordada. Creció en la capital de Aragón, sobre ruinas romanas, rodeada de libros y enamorándose de las historias que leía. Más tarde se formó como filóloga clásica y fue al asecho de manuscritos olvidados, de la raíz fenicia de la escritura, de lo juncos con los que se fabricaban los papiros.
Escribió El infinito en un junco en medio de una situación complicada. Su hijo Pedro —llamado así por la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo— nació con problemas de salud. Teclear ante el documento en blanco fue su refugio, una manera de evitar que la enfermedad invadiese todos los rincones de su existencia. Luego vino el éxito, los premios, los elogios. Hasta el momento su obra ha vendido más de un millón de ejemplares en todo el mundo y se ha traducido a más de 40 idiomas. Un libro sobre la historia del libro que escribe su propio legado.

La entrevista se ha programado dos horas después de la ceremonia. El lugar es la biblioteca del LABNL, un espacio cultural dentro del Antiguo Palacio Federal, cerca del Palacio de Gobierno. Irene suspira cuando se le menciona a Zaragoza y ese pasado latino. Su voz es tenue, como un susurro de palabra infinita. “Todos los libros están cimentados sobre otros libros”. El suyo tiene algo de la Iliada, de la Odisea, de la Eneida, de las Historias de Heródoto, de los fragmentos de la poeta Safo, de la Biblia. Por eso sus respuestas toman la forma del Ebro, hacen surcos en el delta de los siglos y buscan el mar de las imágenes. Lo dice Mallarmé en Variaciones sobre un tema: “…todo, en el mundo, existe para desembocar en un libro”.
Cuando de niña, paseando por las calles de Zaragoza y sus ruinas romanas, ¿ya pensabas en la historia de los libros y su papel en la Antigüedad?
En aquel tiempo suponía que los libros formaban parte de la vida cotidiana, porque era lo que había vivido. Lo que sucede con los libros y que de alguna manera he querido transformar la mirada en El infinito en un junco, es que estamos tan acostumbrados a verlos en nuestro alrededor que forman parte de nuestras rutinas y no somos conscientes que detrás de cada uno de ellos hay un largo recorrido de búsquedas, de esfuerzos, de invenciones, de logros, de persecuciones, de luchas. Toda la épica de los libros nos pasa desapercibida porque desde que nacimos estaban ahí y no nos vemos transportados al tiempo donde su ruta era muchísimo más dificultosa. Uno de los objetivos del ensayo es transportarnos a esa época y hacernos conscientes de lo raro y valioso que fueron los libros en otro tiempo. Yo misma he tenido que hacer ese viaje, desde la niña que veía libros constantemente a su alrededor y ni siquiera se preguntaban de dónde venían, como si florecieran solos o se reprodujeran en las casas de forma autóctona, hasta la comprensión histórica de todo el proceso y el camino que conduce a la expansión de los libros, y lo dificultosa y trabajosa que ha sido esa ruta en muchos momentos de la historia frente a peligros, avatares históricos y sobre todo frente al analfabetismo extendido, signo de la historia hasta hace apenas medio siglo.
Imagino una metáfora: así como Zaragoza está cimentada sobre ruinas romanas, El infinito en un junco también está cimentado sobre otros libros.
Exacto. Pero todos los libros están cimentados sobre otros libros, la cuestión es hasta qué punto haces explícito ese cordón umbilical, porque siempre está. Y a mí me gusta insistir en que la palabra “original” es un derivado de origen: lo original es lo que vuelve al origen. Nosotros tenemos la idea de que la originalidad sería desgajarnos de todo lo anterior, cuando en realidad lo que nos dice la palabra es que siempre es un camino de retorno.

¿Por eso escribes que amar al pasado es un hecho revolucionario?
Sí, porque para amarlo hay que conocerlo primero. Durante larguísimos siglos y milenios, muy pocas personas podían conocer el pasado; sólo los aristócratas y las élites de cada sociedad tenían el recuerdo de sus antepasados, de su importancia en la participación de la historia. Para los demás, la gente corriente, la historia no existía. No había más allá de un recuerdo de padres o abuelos, pero no una visión histórica de un destino, de un relato o de una lucha a través del tiempo. Entonces, eso empieza a surgir y a extenderse a partir de la Revolución Francesa: la idea de que el estudio y la enseñanza de la historia no es privilegio de unos pocos, sino que todos tenemos derecho a conocer lo que nos ha precedido y entender de dónde vienen nuestros pasos, nuestras peripecias y las circunstancias en las que nacemos, descendientes de otras vivencias anteriores. Y por eso sí, aunque hoy pueda parecernos que estudiar historia es una imposición de los programas escolares, algo tedioso y repetitivo, en realidad es una conquista que ha costado mucho tiempo.
Cito otra frase tuya: “Creo que los libros describen a las personas que los traen entre las manos”. ¿Somos los libros que hemos leído?
Sí. Yo creo que una forma de trazar una autobiografía sería hablar de los libros que nos han quedado grabados en el recuerdo, y la suma de todos esos libros en una combinación única, porque creo que no hay dos personas en el mundo que hayan leído únicamente los mismos libros; no hay dos trayectos de lectura que sean estrictamente idénticos. Eso es algo tan singular como la huella dactilar. Y nos conforma. Cuando yo era niña, mi madre siempre decía: “Recuerdo algunos libros que he leído con más nitidez que algunas etapas de mi propia vida”. Es decir, estaba leyendo este libro y no recuerdo nada más de lo que sucedía o lo que yo estaba haciendo en aquel tiempo, pero recuerdo los libros y eso sí ha quedado impreso en la memoria. Incorporamos los libros a nuestra propia vida, de alguna manera los somatizamos y somos esas lecturas. Y también por ese motivo, sentimos ese amor por nuestras colecciones de libros, no queremos que se desperdiguen ni que se pierdan. El encuentro de los libros que poseemos es algo único, porque el eje de la colección son nuestros intereses y nuestras pasiones, nuestras preguntas. Por eso, para personas muy lectoras, la idea de perder una biblioteca… como le pasó a Sergio Ramírez cuando tuvo que huir de Nicaragua y decía: “Dejé allí mi biblioteca, perdí mi biblioteca”. Es un símbolo del exilio, un incendio, una catástrofe; destruir una biblioteca deja una sensación horrible de pérdida, es casi como una mutilación.

La UNAM te editó un pequeño ensayo titulado Los sueños de mis fantasmas. En él indicas que la biblioteca es una porción del infinito. En casos donde los libros son destruidos, ¿cómo rescatar ese infinito que habita en sus páginas?
Creo que hay un movimiento constante de concentración de los libros y luego de su dispersión. Es un zigzag permanente: reunimos los libros y después se desperdigan, van a parar a otras personas; todo está girando constantemente. Lo mismo pasa con la historia de las grandes bibliotecas. La biblioteca de Alejandría reunió los libros, pero luego a su vez la gente acudía, los copiaba y se los llevaba, bombeando esos libros en todas las direcciones. Después desaparece la biblioteca de Alejandría y son esas otras pequeñas bibliotecas donde se custodian esos libros hasta que finaliza la Edad Media y los humanistas van a buscarlos, y de nuevo los reúnen. Los libros son esa materia que el corazón bombea, una sístole y diástole; van y vienen, y su destino es ser errantes. Pero nosotros, transitoriamente, los albergamos y tenemos la suerte de tener una colección propia y les damos ese valor. Cuando mi hijo empezó a andar en casa, aprendió a caminar sorteando las torres de libros y era muy gracioso, porque siempre que lo llevábamos a una librería o a otra casa donde hubiera libros, siempre decía: “¡Los libros de mamá!”, pensaba que todos los libros del mundo eran míos y que yo los había ido abandonando, esparciéndolos en muchos lugares. Me parecía tierno que él pensase que todos los libros habían pasado por mis manos o venían de mí. Yo también tenía ideas exageradas cuando era una niña, pensando que todos los libros que había en casa los fabricaban mis padres, que a eso se dedicaban de día para luego en la noche contarme historias, que en eso consistía la vida de los adultos. Entonces, ese movimiento, esa danza de los libros de la que también habla El infinito en un junco, con las mareas bajas y el pleamar, es como el movimiento de la vida: un continuo hacer y deshacer.
Sobre las andanzas de la humanidad que sí se han registrado, destaco a Heródoto, considerado el primer historiador. En tu libro indicas que una de sus virtudes fue que supo escuchar al otro durante sus viajes.
Es interesante que Heródoto tituló a su libro Historias, en plural, e inventó la palabra que en ese momento no existía para el género. Significa algo así como “investigaciones o indagaciones de Heródoto”. Pero la realidad es que tiene un rasgo muy peculiar que ya no conservarán otros grandes libros de historia de los griegos, como el de Tucídides y autores posteriores, que es esa apertura a engarzar, en su propia obra literaria, los cuentos, las anécdotas que narran otras personas en el camino. Entonces, crea una especie de trenza junto a los grandes acontecimientos que está contando, intentando descubrir las lógicas que subyacen a los movimientos de los imperios.

Hay esos pequeños detalles cotidianos de la vida de todos los días, de los cuentos folclóricos, de las historias exóticas, de las peripecias, de las supersticiones sobre animales fabulosos. Y para él, toda esa materia es también la hebra de la que se teje la historia. Establece una diferenciación clara entre los acontecimientos comprobables y toda esa trama de historias, de creencias, de leyendas, de historias humorísticas o confabulaciones que rodean el relato. Él concede valor a todo lo que le cuentan en su camino, en su peregrinar por los distintos países. En ese sentido, es una gran obra celebratoria del poder de la narración, que no diferencia deliberadamente entre fantasía y realidad. Yo creo que entiende desde el comienzo que eso que llamamos “realidad” es una multitud de versiones de los hechos, entre las que es muy difícil distinguir qué sucedió. La obra de Heródoto tiene un temperamento y atmósfera muy peculiares; parece estar a medio camino entre Las mil y una noches y lo que hoy conocemos como historia científica. Tiene ingredientes de ambos, mezclados de una muy sugerente y que produce una enorme fascinación.
Y en ese sentido, ¿todos los lectores tenemos algo de Heródoto?
Yo creo que sí, porque Heródoto es ese viajero que se presenta en distintos lugares y quiere que alguien lo invite a cenar y le cuente una historia. Eso somos también nosotros los lectores: nos acercamos a los libros y queremos que nos cuenten un relato fascinante. Es la herencia de aquellas hogueras de tiempos remotos, donde la gente se sentaba y cada cual contaba su propia experiencia alrededor del fuego, con esa fascinación de la luz y la danza de las llamas; eso es lo que invocan todavía los libros.
Tal y como lo consideraba Borges, ¿la historia también está hecha de ficción?
Es que yo creo que todo está construido de ficciones. Hace poco, Volpi publicó ese ensayo maravilloso, fascinante y selvático: La invención de todas las cosas, una historia de la ficción donde al final acaba concluyendo que todo es ficción. Incluso la ciencia es una ficción, en mayor o menor proporción; los conceptos, la filosofía, la historia, todo son ficciones. Y en su sentido etimológico, ficción viene del verbo fingere, que significa “modelar”. Las ficciones son todo aquello que modelamos. No las cosas ni los estímulos en bruto que recibimos, sino la elaboración que hacemos de todos esos estímulos. En ese sentido, pensar ya es una ficción, hablar es una ficción. Manipulamos ese barro, la materia prima de las cosas, los conceptos de las palabras, y lo reelaboramos, lo diferenciamos, lo transformamos.

En “La biblioteca de Babel”, Borges también escribe: “Yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito”. ¿Los libros son capaces de prometernos el infinito?
Los libros pueden ser una promesa del infinito en el sentido de que nos arrancan a nuestro tiempo, a nuestras coordenadas y nos transportan a otra realidad cuyas reglas no dominamos. Y eso es una operación muy fascinante. Por eso, en El infinito en un junco hablo de los primeros lectores silenciosos que se registran y que conocemos a través de los documentos, porque en los primeros tiempos del tránsito de la cultura oral a la cultura escrita, parece ser que la mayoría de la gente leía en voz alta, incluso para sí mismos; estaban acostumbrados a la oralidad y los libros venían a ser como una partitura, un recordatorio de lo escrito, pero siempre se tenía que poner en palabras. Es como las personas de ahora que bisbisean cuando leen en voz baja, como si llegaran a leer en un proceso absolutamente sigiloso. Hay un texto muy hermoso de Las confesiones de San Agustín en la que está observando a San Jerónimo por primera vez. Es la primera persona que San Agustín observa leyendo en silencio. Y hace unas reflexiones muy hermosas: contempla el momento con la sorpresa de no haberlo visto antes; le parece como algo mágico, como si de repente la persona hubiera salido del cascarón de su cuerpo y estuviera deambulando por otros mundos y realidades paralelas, sin que la otra persona que está a su lado tenga la más remota pista de dónde anda su mente. Lo ve casi como un desdoblamiento, como un abandono del cuerpo y de las circunstancias espaciales y temporales. En ese sentido puede parecerse a los sueños donde abandonas el lugar donde estás y de repente te proyectas, viajas, transcurre el tiempo, vuelas, mueres. Eso se podría entender como una forma de infinito, en cuanto es capaz de dar los condicionantes y te transportas a otros lugares, a otras mentes y a otros espacios. Supongo que la promesa del infinito siempre es falsa, imposible, pero tal vez lo más parecido que podamos vivir a esa experiencia casi chamánica es leer y transportarnos a otro cuerpos, ser animales, personas absolutamente opuestas de lo que somos, desafiar las barreras absolutas del tiempo y movernos por otras épocas que nunca existieron.
San Agustín observa a San Jerónimo leyendo y recuerdo un ánfora que está en el Museo de Atenas: la poeta Safo lee concentrada ante un papiro. En tu discurso hablaste sobre el papel de las mujeres en la historia de la literatura. ¿Qué te revela esta autora de cuyos poemas sólo sobreviven fragmentos?
Realmente el canon literario, en esas épocas en las que los libros eran tan frágiles y tenían tan difícil la supervivencia, era una garantía. Era como si de alguna manera un libro, al entrar en el canon, se blindase frente a la desaparición y se hicieran enormes esfuerzos por conservarlo. Y la mayoría de esos libros que movilizaron esfuerzos de conservación eran escritos por hombres. ¿Por qué? Porque evidentemente eran los criterios de la época y, cuando vemos el canon, más que hablarnos de la calidad de las obras, nos habla de la temperatura y de la atmósfera cultural de la época: cuáles eran sus prejuicios, cuáles sus preferencias, qué sentido tenían del valor y de lo que merecía perdura.

Entonces, efectivamente, las mujeres en la Antigüedad estuvieron fuera del canon a excepción de Safo. Ella es la única mujer que aparece en el canon antiguo, que es reconocida dentro de la selección de los líricos. Es la única. Y en todos los demás géneros literarios nunca hay una mujer reconocida como un clásico poderoso. Pero lo triste es que incluso, habiendo tenido esta salvaguardia de entrar en el canon, a pesar de todo, se ha perdido gran parte de sus textos e incluso, en distintas épocas, sabemos que sufrió ataques por su vida, su orientación sexual y lo que ella representaba; se prohibieron o se persiguieron sus libros. Se diría que hubo un intento por borrarla. A pesar de todo han sobrevivido algunos poemas y sobre todo una línea donde dice que en el futuro alguien hablará de nosotras, una profecía que en ese momento parecía tan incierta, tan improbable y sin embargo se ha cumplido, porque aquí estamos hablando de ella.