Hace una década -o años más atrás- éramos, actuábamos, educábamos, creíamos o respetábamos las cosas de una manera diferente.
Llegamos a creer que nuestros padres eran demasiado rigurosos y severos al educarnos; creíamos que la religión, cualquiera que cada quien profesara, era exagerada y que para ella todo era pecado.
Crecimos con una mejor instrucción y con una mayor facilidad para conseguir las cosas materiales, y de repente nos alcanzó el mundo globalizado, con todas sus ventajas, pero sobre todo con todas sus desventajas.
Por imitar a las culturas de otros lugares, pensamos: "Cuando yo tenga hijos voy a cambiar la manera de educarlos; seré menos severo al ponerles reglas y límites, tendré más comunicación, seré amigo de ellos".
Cuando ya se tienen hijos, en lugar de seguir los instintos que la naturaleza nos da, vamos -en el caso de ser padres- con un psicólogo para que nos enseñe a educarlos, con un terapeuta para que enseñe a la madre a amamantarlos, con un terapeuta para que me ayude a entender cuando los hijos tengan algún problema.
El parto, para empezar, tiene la opción -si se cuentan con los recursos económicos- de ser completamente indoloro; en el caso del papá es igual: está dedicado a trabajar, a superarse, a jugar golf, a ir al futbol, etc. Y los hijos crecen rodeados de personas extrañas, de lo más avanzado de la tecnología y demasiado consentidos debido al poco tiempo de convivencia con papá y mamá, evitando contradecirlos y comprándoles todo lo que ellos pidan y que yo, como padre, no tuve.
Con los perros pasan ya cosas similares: evitamos reprenderlos cuando se portan mal, no los corregimos cuando destruyen algún mueble u objeto en la casa, los tenemos abandonados por falta de tiempo y tendemos a sobrealimentarlos. Cuando van a la consulta con el veterinario no quieren que las inyecciones les duelan; evitan ponerles bozal, pues dicen "mi perro no muerde". Si son perros de guardia, los enseñamos a pelear y, si son de raza pura, los presumimos y nos gusta que nos digan solo lo bonito que está o lo "fino" que es.
Hagamos un autoexamen y veamos, con ganas de ver la verdad, cómo estamos y para dónde vamos. Conservemos, sin exagerar, lo mejor de las enseñanzas de nuestro hogar y de cada época; no dejemos a nuestros hijos abandonados a lo fácil, evitándoles las dosis de frustración que, de cuando en cuando, la vida nos da y que nos sirven para madurar y para corregir -si así lo queremos- nuestros errores.
Que no sean sus papás y sus educadores la televisión y el radio… Que no sean sus únicos amigos la computadora y el celular… Que no sea su meta solo hacer dinero… Que no sea su Biblia el internet… Que no sea su único medio de relacionarse el Face, el chat y el WhatsApp… Que su dirección no sea el Instagram… Pero, sobre todo, debemos transmitirles un decidido y profundo arraigo por sus tradiciones y que su apego único y principal debiera ser su familia.
No dejemos la responsabilidad de educar a nuestros hijos a otras personas; esto nos corresponde a los padres. No tengamos miedo a marcarles límites; tengamos el suficiente valor de, en la medida de lo humanamente posible, tomar el control de nuestra vida… aunque sea muy, muy, muy difícil predicar con el ejemplo.
Y ahora, para terminar, una gota de filosofía:
"No es necesario decir todo lo que se piensa; lo que sí es necesario es pensar todo lo que se dice".