"Todo mundo odia a las compañías de seguros", me dijo un amigo que prefiere preservar su anonimato. Explicó que su madre había llegado a los noventa años sin darle un centavo a las vampíricas aseguradoras:
"En vez de recompensarte con un bono por no haberte enfermado en décadas, te cobran cada vez más. Asegurarte cuesta un riñón, pero si no estás asegurado y te operan tienes que vender la casa. Mi madre está orgullosa de su pleito personal con los seguros, pero nunca sabes cuándo los vas a necesitar".
Supuse que ahora estaba enferma. Para mi sorpresa comentó: "Todavía no; te digo esto para que escribas un artículo". Me sentí autorizado a seguir su historia y fue lo que hice en los siguientes meses.
El principal problema era que su madre seguía manejando. En una ciudad donde rara vez fluye el tránsito, lograba conducir a una velocidad kamikaze. De joven había tenido un accidente que le dio fama. Enrique Metinides, gran fotógrafo de nota roja, retrató el coche destruido del que ella salió sin un rasguño. El siniestro fue portada de La Prensa. Ella enmarcó el ejemplar como si se tratara de un diploma. Cuando la conocí y le pregunté al respecto, dijo con coquetería: "Siempre he sentido y provocado atracción de choque".
Con ánimos de periodismo de inmersión, propuse acompañarla en un viaje. "¿Adónde quieres que vayamos?", preguntó con solicitud. Dije que tenía una cita en Insurgentes. "¿En qué número?", habló con la autoridad de quien ha memorizado la larguísima avenida.
Cometí el error de decir la verdad. El sitio estaba lejos y durante demasiado tiempo padecí las embestidas de una conductora que entrecerraba los ojos como si no reconociera el parabrisas y sonreía ante los afortunados sobresaltos que ocasionaba.
Regresé milagrosamente a salvo. Le hablé a mi amigo para decirle que escribiría sobre su madre cuando abordara el tema de intentos de suicidio.
"Lo peor es que no tiene seguro", insistió él. El comentario me pareció materialista. Lo que estaba en juego era la salud de su madre, no los gastos. Se lo dije con firmeza y contribuí a desatar el siguiente suceso.
El coche en el que sobrevivimos en Insurgentes era perfecto para aparecer en Roma o alguna otra película de época, no para circular por la ciudad. Tenía tantas verificaciones que las ventanillas estaban oscurecidas. La única ventaja de ese modelo es que a nadie le interesaba. La señora no tiene estacionamiento y podía dejar el auto en plena calle. Hasta la noche en que fue robado.
Mi amigo me habló de la delegación donde pasó cuatro horas levantando un acta. Padecía el natural agotamiento de quien ha tenido que deletrear veinte veces su nombre, su oficio, su dirección y su RFC, pero en cierta forma sonaba aliviado.
Semanas después compartimos una sesión confesional en la que el tequila jugó su parte y me contó el resto de la historia. Fue él quien robó el vehículo para salvar a su madre del choque fatal: "Lo vendí a precio de bicicleta", dijo con tristeza: "de bicicleta de panadero, las deportivas cuestan más".
El cariño tiene muchas formas de expresarse y a veces pasa por la ilegalidad. El robo preservó la salud de la señora, pero sólo por un tiempo. Cuatro meses después sufrió un infarto. El dinero recaudado con la venta del coche no alcanzó para la angioplastia, por no hablar de los muchos gastos hospitalarios (incluidas las pantuflas y los Kleenex).
Cuando visité a mi amigo en la clínica, volvió a la carga contra los delirantes precios de los seguros y de la medicina privada. Su argumento era incontrovertible. "Le robamos un Datsun para salvarla y el hospital vale un Mercedes", añadió con acrimonia. Había tenido que poner a la venta su departamento en la colonia del Valle.
Hablábamos en el pasillo, afuera del cuarto de su madre, cuando llegó el cardiólogo. Aproveché para preguntar sobre las posibles causas de lo que había pasado y el doctor respondió al modo de Lao-Tse: "Los infartos llegan de tanto buscarlos o de tanto tratar de evitarlos". Destramparte a lo loco es tan malo como no tener ningún desfogue. Antes de entrar al cuarto a revisar a su paciente, le dijo a mi amigo: "Tiene una mamá muy simpática: dice que a su vida sólo le falta acelere".
Los buenos propósitos no siempre funcionan: sin el riesgo de conducir, la madre de mi amigo asumió el riesgo mayor de sólo estar viva.