UNAS VACACIONES SIN ZAPATOS
Me encontraba en recuperación de una fractura de fémur, a un par de años de haber egresado de la facultad; utilizaba un par de muletas para desplazarme. Empezaba a salir de casa después de meses, quería reanudar mi trabajo, pero aún no podía conducir. Contaba con veintitrés años y mis padres estaban atentos a mis cuidados; me sentía algo enclaustrado.
Un día recibí la visita de un amigo y colega de generación, Juan Castillo. También trabajaba de veterinario de gobierno como yo, pero en el estado de Hidalgo. Me propuso que le acompañara durante unos días a su trabajo; venía cada quince días a Torreón a visitar a la familia y a su novia, hoy su esposa. Se me hizo una excelente idea, pero quien tenía la última palabra era mi padre, que era médico. Los de mi generación le tenemos gran respeto a nuestros progenitores; sabíamos, mi padre y yo, sin comentarlo entre nosotros, que algo no andaba bien en la consolidación de la fractura por el tiempo transcurrido y, aún sin poder caminar, se le hizo una buena idea que me despejara un poco, guardando los respectivos cuidados.
Partimos un domingo a Nopala, Hidalgo, que era el centro de trabajo de mi colega. Viajamos en una pick up de reciente modelo que le apodaba "La Chocolata" por sus colores café y beige. También le dio gusto a mi amigo que le acompañara a su trabajo; recordamos cientos de anécdotas durante las doce horas de traslado, que no paramos de platicar y escuchar el excelente repertorio de música de nuestros tiempos. Me sentía contento, como presagiando la odisea de nuestro viaje.
Al llegar, lo primero que conocí fueron a sus compañeros de trabajo. Eran profesionistas recién egresados como nosotros; vivían en la misma casa y también regresaban de su lugar de origen. Me percaté de la buena relación entre sus compañeros y, por lo tanto, así resultó el trato hacia un servidor. Salíamos temprano a trabajar en "La Chocolata" para atender a sus pacientes de las diferentes especies; les daba gusto a los dueños que los visitara. Además de ser buen veterinario, era amigo de ellos.
Qué decir del lugar donde comíamos: nos preparaban exquisitos guisos y, sobre todo, abundantes. Se habían percatado de que Juan era de "buen diente" y yo no me quedaba atrás. Lo asistía una familia muy amable que me recibió con agrado. Independientemente del excelente trato y las opíparas comidas con que nos deleitaban, había algo que me llamaba la atención, y efectivamente mi colega me comentaba: lo que pasa es que la señora tiene una hija soltera y, como también lo estoy, me tratan muy bien. Siempre se portó como un caballero y la soltería lo convertía en buen prospecto.
Entre sus compañeros había un ingeniero agrónomo con quien tenía mayor amistad: "Mike", como le llamaban; excelente persona de nuestra edad, sencillo y alegre, soltero, originario de Ciudad Valles, San Luis Potosí; resultó también buen amigo de un servidor. Era viernes a mediodía, Mike iba a tomar el transporte para Valles y nos pidió de favor que lo lleváramos a Huichapan, una ciudad que se encontraba a unos cuantos kilómetros. Al llegar, faltaba una hora para su salida y nos dijo: mientras llega el camión, los invito un refresco. No fue un refresco, sino un par de cervezas y la comida. La plática era tan amena que lo dejó el camión.
Juan le dijo: no te preocupes, el próximo poblado es Ixmiquilpan, está a unos cuantos minutos, te llevamos. Efectivamente, llegamos con anticipación; mientras llegaba el camión, nos tomamos otra cerveza, pues el calor de verano estaba en su apogeo, y lo volvió a dejar el transporte. "Tiempo es lo que nos sobra", dijeron, y nos trasladamos a Zimapán. Empezaba a oscurecer. "Tengo una idea -dijo Mike-: por qué no me acompañan a Ciudad Valles este fin de semana; se quedan en mi casa, a mi mamá le dará mucho gusto conocer a mis amigos, y por comida no se preocupen, tenemos un restaurante".
Nos encantó la idea, pero el sentido común fue más fuerte: no llevábamos ropa de cambio y, lo más importante, dinero. Las tarjetas de crédito no las conocíamos; además, faltaba recorrer más de ocho horas de camino en la noche. Empezamos a dudar. "Yo conduzco -dijo el ingeniero-, conozco la carretera perfectamente; vamos a ver cuánto dinero traemos. Llegando a mi tierra, ustedes no se preocupen". Entre los tres llevábamos el efectivo necesario para el combustible, y nos animamos a la aventura.
Un servidor fue quien más disfrutó del viaje, pues no conducía. Cuando nos deteníamos en la carretera, disfrutaba del gran espectáculo de miles de luciérnagas que se confundían con las estrellas, y qué decir del hermoso paisaje que se reflejaba bajo la luz de la luna en lo más alto de las montañas de la Huasteca potosina.
Llegamos en la madrugada instalándonos en su casa y, efectivamente, le dio mucho gusto a su mamá conocernos, una señora muy amable, guapa y elegante. Al día siguiente fui el último en despertar con algo de jaqueca; tenía meses que no tomaba una cerveza. Me decían mis amigos bromeando: "ayer venías fascinado con las luciérnagas y ahora no quieres mencionarlas".
Después de un suculento desayuno en el restaurante de nuestro anfitrión, ya nos tenía preparado un paseo. Disfrutamos de espléndidos paisajes, ríos y de la abundante vegetación; nos acompañó un amigo de él con sus simpáticas hermanas. La pasamos de maravilla, nadando, jugando y comiendo. Recuerdo que me invitaron a atrapar mariposas y me decían mis amigos al día siguiente: andabas tan contento que ni te acordabas de usar las muletas.
Después de las deliciosas carnitas que degustamos en la comida del domingo, emprendimos el regreso hacia Nopala los tres amigos en "La Chocolata". Todavía traía puesto el pantalón corto que me prestaron, así que le pedí a Juan que se detuviera unos segundos para ponerme el pantalón apresuradamente sobre la calle. A los diez minutos me percaté de que había dejado los zapatos en la banqueta. Regresamos a buscarlos, pero el calzado había desaparecido.
Llegamos a nuestro destino, sanos y salvos, con una gran sonrisa y un servidor sin los zapatos.
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